Prospectiva

Y cuando seamos viejos

y nuestros sueños descansen 
en las densas nubes de miedos pasados.
Cuando seamos contentos
y nuestros cuerpos descansen 
bajo la inmensidad de un cielo viejo.
Entonces te esperaré en el ocaso
con mis ojos tristes a la orilla del mundo.
Con la esperanza marchita que supo florecer.
Entonces te miraré despacio 
y mis ojos acariciarán tus manos calmas
y descenderá mi alma en tu cabello
hasta morir lentamente en tu centro
que es mi hogar:
única carne a la que puedo pertenecer.
Head of a Bearded Old Man (Saturno). Hans Baldung «Grien».

Una disquisición sobre Eliza

Eliza está triste, no sabemos lo que le pasa a Eliza. Se dobla sobre sí misma y busca sus rodillas con la cara. Un día comenzó a frotar constantemente sus nerviosas manos que se convirtieron en hielo, hasta ahora. Fue también aquel día en el que no supo cómo salir de la cama. Convirtió en una especie de cascarón a las cobijas, uno muy fuerte para protegerse el alma.
Eliza está llorando sobre la almohada, con un llanto muy lento acumulado durante decenas de mañanas. Sobre nosotros yace la desesperación del padre de la triste Eliza. En su cara muy roja y sus ojos tan pequeños refleja al héroe discapacitado por una vez.
Creemos saber porque se muere Eliza, pero no lo queremos creer. Ella era sólo otra chica, una desconocida llegando, lo suficientemente guapa para no juntarse con nosotros. Es cierto que poco después de que ella llegó, a Eliza le cambió el semblante y comenzó a hacer cosas raras, se perdía en la contemplación del aire en una forma que no habíamos visto en ella. De pronto se llenó la cara de polvos con una falta de experiencia que me hizo reír, ella estuvo enojada conmigo durante un par de días. También comenzamos a ver su cabello rojizo huyendo de la luz “oscurecedora” del cielo.
Diego fue el primero que se dio cuenta. Él también comenzó a actuar extraño y, de pronto, Eliza ya era algo diferente a sólo una amiga. La primera vez que la tomó por la cintura ella no dijo nada, tampoco cuando la abrazó y dieron un par de vueltas así, con su ligero cuerpo suspendido sobre el suelo. Yo llegué a la fantástica conclusión que ello ocurrió porque esa noche Eliza llevaba escote.
Eliza sigue triste y Diego ya no quiere hablar sobre Eliza. La convencimos de salir de su cuarto para ir por hamburguesas y malteadas, quizás imaginar que estábamos en los 50’s. Yo no sé en dónde estuvo el error. Cuando regresé de lavarme las manos había mucho ruido y todas las personas estaban viendo a mis amigos. Todas las cosas de nuestra mesa estaban por el suelo, Eliza estaba llorando y amenazaba a Diego con un tenedor de plástico, con la mirada desencajada y la cara muy roja, casi como la de su padre. Él había interpuesto la mesa entre ambos y ella seguí gritando cosas sin sentido; pensé que era por el hecho mismo de gritar. Alcancé a distinguir, entre los gritos, que se negaba rotundamente a comer de “esa” carne. Me costó mucho trabajo que se calmarla y llevarla a su casa, sobre todo porque no quiso que Diego nos acompañara y, prácticamente, tuve que cargar con ella cuando regresó a ponerse triste. “Fue tu culpa”, me dijo muy despacito cuando después de que la cobijé en su cama y me levanté para salir de su cuarto y dejarla descansar.
No me sorprendió cuando Eliza y Diego comenzaron a salir, lo que no llegué a comprender fue todo lo demás. Yo nunca había hablado con algún chico de sexo y, a pesar de que ya confiaba en Diego terminé eludiendo el tema: “Me pide cosas muy extrañas. No creo que pueda convencerla a ella. Tú misma lo dijiste, es demasiado guapa para juntarse con nosotros”. Fue más o menos lo que me  dijo antes de que huyera alegando que me esperaban temprano en mi casa y tenía muchas cosas que hacer.
Eliza quiere asustarnos. Eso lo digo porque no creo que en seria haya querido quitarse la vida. Tuvo que ser uno de sus berrinches porque es lo más torpe tomarte todas esas partillas aun cuando sabía que todos estábamos en su casa. Estoy segura de que lo sabía, tiene conciencia aunque no responda. Creo que Eliza intenta decirnos algo pero simplemente no puede. No he vuelto a oír su voz en un par de semanas. Se mueve por su cuarto como un alma en pena, siempre con la misma ropa, siempre con la misma mirada que no se dirige a ninguna parte. Cuando estoy a su lado nada más me toma de la mano y de nuevo comienza a llorar. También la he escuchado vomitando en el baño de su cuarto algunas veces en que me quedo a dormir, sin entender qué vomita si casi no come.
Alguna vez escuché a su padre decir que la amaba más que a nadie en el mundo, que nada los iba a poder separar, que tenía que ser la señorita que su madre siempre había deseado que fuera. Me pareció lo más normal del mundo una declaración así, sobre todo con lo que estaba pasando y el recuerdo de los últimos días de la madre de Eliza. Pero ella no lo sentía demasiado. Como le tocó muy chiquita ella sintió, a lo largo de toda la infancia, más la falta de una madre que de la persona que fuera Eliza, “la mayor”. Eliza no está triste por eso.
Quizás no sea una muerte, se trata de una desaparición. Varias semanas antes de lo que ya he comenzado a llamar “el fatídico día de Eliza” desapareció la chica nueva. No nos tomó por sorpresa al descubrir el lugar en el que vivía, han sido tan frecuentes las desaparición en los alrededores de la que ciudad que se vuelve algo de todos los días, como el tráfico o la contaminación; aunque no se deja de sentir pena por la familia de la pobre chica. También, sobre todo nosotras, no dejamos de sentir miedo cuando escuchas que le ocurrió a alguien que conocer. Te muestra la fragilidad de cada una de nosotras. Es extraño que todo mundo pensó, en un principio, que se había ido con algún chico: no faltaba quién la persiguiera. También ello llevaba a la segunda teoría más popular: violación y asesinato; no sería la primera en las afueras de la ciudad. Pero nunca se le vio con un novio. No era antipática con las personas, pero tampoco se le conocían amigos (varones) tan cercanos. Pasaba la mayor parte del tiempo con su hermana mayor y algunas veces había salido con compañeras de la escuela para hacer algún trabajo. Siempre regresaba temprano a su casa después de aceptar alguna invitación a comer, y la comunicación con sus padres era muy buena.
No me salen las cuentas del tiempo en el que pudo haber convivido con Eliza. Mi amiga está triste y enferma. Volvió a hablar para quejarse de continuos dolores de cabeza. Ahora no soporta ver la luz del cielo; Eliza está más pálida que una muerta. Mi  mejor amiga está enferma y ahora Diego es el que nos quiere asustar. Me estoy expresando mal porque él lo logró. Una bala (calibre .22), que no sé de dónde sacó, en la sien derecha. Tampoco me imagino en dónde encontró el valor para hacerlo, nunca lo habría creído en él. Me respondo constantemente que la desesperación nos lleva a nuestros propios límites. Aunque, ¿desesperación de qué?
Tomo las manos de Eliza, permanentemente frías mientras observo su rojizo cabello, y le comunico de la noticia. Ella responde con una sonrisa casi imperceptible. Su voz se escucha rara, como si viniera desde lejos: “Estuvo aquí. Me dijo que Papá lo había obligado, pero yo ya lo sabía. También sabía lo que estuve comiendo”.

«Antropoagia». Tarsila do Amaral.

Mensajes

Quizás ya lo sepas. No me importa, eres mi personaje favorito.
La primera vez que comencé a delinear tus párpados, sentir tu vientre vivo bajo mi mano y encontrar tus sueños debajo de mi cama me asusté. No es que no lo hubiera hecho antes. Un par de pincelas en las manos, que se cortaron con papel a los 18 años y te hizo sentir estúpida, y estarías lista. No es que no me hubiera pasado antes. Uno le da vueltas a la figura lánguida debajo de la luz de la luna. Luego te cambio a una caminata en la cima de una montaña y siempre se mantiene el encanto. Eres tan humana que creo poderte usar en las situaciones más irreales.
Pero vivo con miedo. Hace varias semanas que no salgo de la casa. La mujer que viene a atenderme se ha ocupado de todo sin que me dé cuenta de ello. Precisamente por eso la contrate. A pesar de sus pasos fantasmales, estoy casi seguro de que quiere hablar conmigo. Se detiene frente a mi puerta unos segundos y después continúan sus pasos constantes por toda la casa. Me acuesto al despuntar el día, arrastrándome de a poco hacia la habitación ya lista. En ese momento ella debería estar en la cocina, preparando lo que comeré al despertar y una segunda vez después de mis lecturas. Entro a la habitación y está limpia. No quiero abrir las ventanas, sólo quiero dormir y soñar contigo. Terminarte. Quiero situarte como parte de la resistencia en París o surcando el Amazonas para encontrar en lo más profundo de la selva a un hombre que golpea nativos mientras ellos lo miran con benevolencia, implorando su gracia.
La comida es insípida como todos los días y las luces del atardecer me molestan entrando cada vez con más prisa a través de las ventanas que la mujer olvidó cerrar. Una muñeca tirada en medio de la sala. Comienzo a meditar: ¿qué hubiera sido de mí sin este peregrinaje en lo interno? ¿Cómo habría sobrevivido mi carrera la falta de “inspiración” en un momento tan crítico como el que estaba pasando? Pero logró llegar aquí. Pamuk me dio la salida en una entrada que se cierra para no volver abrirse nunca más. La literatura no es sólo un artificio para el entretenimiento de cursis y retirados. La literatura es un modo de vida y como tal se tiene que tomar.
Regreso al lugar de trabajo y me percato por primera vez, desde hace muchos días, que hay un olor extraño. De nuevo te comienzo a retratar. Naciste en una de las rancherías alejadas al norte, pero tu familia llegaría de la costa a la ciudad, siempre huyendo de la tragedia. Tu madre no es hermosa como las vírgenes que suelen intentar los novelistas en la iconoclastia tan popular para esta especie. Tampoco es la puta redimida por su bondad y su resistencia frente a la adversidad. Sólo una mujer más, de esas que llaman al doctor y acuden a rezar después de que este hubo terminado su trabajo con la niña enferma. De esas que durante 30 años se levantó antes del alba para trabajar en una inercia envidiable para las hormigas, pero no dudaría ni un momento en reclamar a la hija enamorada todos los sacrificios que tuvo que pasar para su bienestar. De esas mujeres que golpean a la niña después de que se cayó en una barranca, por desobedecerla; pero también porque no sabe cómo estallar frente a la culpa, el resentimiento y el miedo de perderte, de que te hayas hecho daño. Así mi niña, así serpa tu mamá.
Creo que hoy sentí que la mujer entraba a mi lugar de trabajo, lago que tiene determinantemente prohibido mientras yo esté ahí, por lo que tuvo que ser una confusión. Me quedé dormido como tantas noches después de desfogarme sobre la alfombra. Supongo que con el tiempo llegó a acostumbrarse a ello. Al fin y al cabo las mujeres entienden las necesidades de un hombre, y en mi condición se daba por supuesto. También dudo lo de la confusión por el tiempo. De las pocas cosas que tengo verdadero orgullo es mi sentido agudo de la audición y pude sentir su respiración ahí, enfrente del sofá en el que estaba medio tirado. Abrazando un objeto indefinido. Me pareció demasiado el tiempo en que ella seguía ahí parada y quizás llegué a imaginar que estaba gimiendo.
Hoy tengo ganas de salir pero las nubes en el cielo me convencen de lo contrario. Guardo una nota mental de no salir en la noche o cuando lo niños de la escuela estén transitando, nadie quiere ver a un viejo pálido y mal afeitado paseando como una aparición apenas por la acera.
No tengo hambre. Compensaré mis ganas de aire fresco con un buen trago. Una cosa por la otra, así siempre me ha funcionado de maravilla. El juguete sigue en el suelo y puedo percibir su olor ajeno. Quizás seas tú a los 7 años por última vez sobre los hombros de tu padre. Cansado te dejaría justo en medio de una fuente con muy poca agua, en un islote seguro. Se alejaría para verte con la sonrisa en el rostro de niño travieso y acudiría para volver a llevarte en brazos apenas empiece tu llanto. Es tu padre al cual le estallan los oídos con alegría cada vez que gritas con toda tu fuerza cuando él te persigue jugando. Cuando te alcance el hombre guapo, cuando te alcance el hombre más fuerte del mundo te tomará por la cintura y te llevará entre sus brazos.
Encuentro una nota en el escritorio y  procedo sistemáticamente a guardarla en el cajón. Creo que pronto tendré que limpiar este lugar de papeles inservibles. No permitiría que la mujer lo hiciera porque ella no sabe lo que me importa. Un día lo supo mi madre, pero ella no está más conmigo. Sólo sé que un día dejé de verla y todas las noches volteo hacia lo que imagino como el cielo y la extraño. Ella subía todas las noches a la azotea y mandaba cruces a cada uno de los puntos cardinales como una protección. Si supiera que ella era la que la necesitaba.
Ya casi estás lista. Ayer soñé que te conocía a los 21 años. Caminabas bajo los árboles con una prisa y tristeza en la mirada que reflejaba tu reciente adultez. El cabello te acariciaba los hombros y llevabas un vaso de unicel manchado de un labial carmesí. Pero una extraña seguridad venía desde dentro. En algún lugar entre las costillas te crecía un deseo de experimentar en el mundo. Con aquel calo primigenio te desplazabas frente a los chicos, los cuales creían que había vuelto a amanecer. Con ese suspiro divino tomabas aire para hablar sobre temas muertos frente a una multitud de jóvenes aburridos e insatisfechos. Y ellos te veían. Y en el tibio atardecer te llegaba una breve certeza de que en aquella vida se podía ser feliz.
Fui violento, lo admito. Sin embargo, desde un principio ambos acordamos las reglas. Yo estoy entregado a mi carrera y en un momento tan crítico el esfuerzo debe ser extremo. Por eso es que hay cosas que no me puedo permitir. Fui violento a un grado inaceptable. Me avergüenzo de comenzar hiriendo a la mujer con un cajón del escritorio. En aquel momento las palabras no tenían cabida en mi cabeza, se aletargaba el tiempo en un ir y venir de golpes repartidos por toda la habitación. Seguí aplastando si cabeza con desenfreno hasta la ira se fue moderando. Después de un buen trago revise los daños. La mujer no volvería a trabajar en esta casa. No volvería a trabajar jamás. Observé el cajón, los papeles estaban regados sobre el sofá, la habitación y parte de la sala.

Yo siempre he creído en el poder de las palabras y ellas nunca me han decepcionado. Hoy es un día diferente porque desperté y no estaba preparado el “desayuno”. Pero ya no me importa. Los papeles siguen cubriendo gran parte de mi sitio de trabajo. No me había dado cuenta de que todos tienen el mismo mensaje. No es muy alentador: “Hijo, siento mucho el fallecimiento de tu niña. Tienes que seguir viviendo”.
«Pubertad». Edvard Munch

Empatía II

Así pasan los días
y yo desesperado
y tú, tú contestando
quizás, quizás, quizás…
Quizás el objetivo de la vida sea encontrar una razón para morir. Pero no me malinterpretes, no es  la historia de un muerto, es la historia de un desaparecido que no habría concebido como tal. Desde que tengo memoria estuvo ahí, en la silla de madera, sentado a la sombra de uno de esos árboles que no crecen tanto y se pueden poner en las esquinas de las cuadras, en estas colonias tan alejadas. Siempre que pasábamos mi papá lo saludaba con un grito (para mí es imposible imitarlo) al cual respondía el hombre con alguna de las frases reflejo, también incomprensibles en su mayoría. El hombre se había convertido en parte del paisaje mucho antes de que me interesara en él. Estaba sentado en la silla de madera, con los pantalones perfectamente planchados, zapatos de los que no se abrochan, un cinturón viejísimo, camisa amarillenta y alguna de las gorras que protegieron su cabeza de la vista de los indiscretos durante tantos años. Creo que una vez lo vi salir de su casa. Para nosotros, los vecinos, era impensable ello. En algún  momento en la mañana aparecía sentado en la silla centenaria y en algún momento de la tarde desaparecía. Saludaba a todas las personas con esos gritos, cambiando las frases dependiendo de la naturaleza del saludador: a las señoras profería un “buenos días”, correcto como del siglo anterior; a sus conocidos masculinos podía gritar “épale canijo” o cualquier otro improperio que creara un vínculo, de esos que los hombres formamos. Apenas supe su nombre. De lo que me di cuenta a través de los años es que además de la silla de madera apareció junto a él un bastón negro, sin ningún chiste. Además los gritos saludadores vociferaban cada vez de una forma más extraña, escuché sonidos que provenían de aquella gárgola humana, sonidos que no eran saludos y me di cuenta de que se temblaba sin poder controlarlo, gimiendo como parte de mismo padecimiento.
Un día el viejo de la silla se convirtió en un retrato. Las personas transitaban por la calle referida y volvían la cabeza extrañadas por la falta de un elemento en el paisaje, sin descifrar de qué se trataba en un primer momento. Después extrañaban los gemidos provenientes de movimientos involuntarios y los saludos inteligibles que respondían más a un reflejo auditivo que visual, pues todos teníamos muy buenas razones para pensar que la ceguera lo había alcanzado. Ahí, junto a la puerta, lo único que se podía ver era un papel. Ni de lejos ni de cerca se distinguía la foto del susodicho desaparecido (de tal calidad eran las copias) y sabíamos que era él porque ese papel lo había sustituido en su rincón sempiterno, además de que dicen que una viejita señaló que ese era su nombre: Germán.
Quizás Germán no estuvo siempre ahí, hubo un tiempo en el que no era parte del paisaje y nada más. Quizás él vio a mi abuelo llegar a este lugar, intentando comerle terreno al bosque con una niña tomando su mano derecha y una mujer a la izquierda que calmaba a los dos gemelos llorando. Hubo un tiempo en el que él también llegó de donde no pertenecía más para tener un nuevo comienzo. Las fábricas instaladas en los alrededores le aseguraban un ingreso, podía ser libre por fin: “Puedo hacer lo que quiera. En este momento de mi vida puedo hacer  lo que quiera”. Entonces encontró amigos, venían de otros lugares igual que él y no tenía cómo transportarse, más que con sus pies. Por eso disfrutaban todas las tardes regresar y encontrarse en el camino, él lo pensaba como una metáfora (aunque no conocía la palabra), en la cual todo se encontraban para acompañarse en la vida. Tomaban y cenaban juntos, y se traían de bajada a Pascual por tener nombre de animal y veían a las chicas que regresaban del rosario acompañadas de sus mamás y se contaban historias de pueblos insuperables, con aguas cristalinas y cielos infinitos, pero tuvieron que dejarlo todo para trabajar en la ciudad, “porque en el rancho no hay  qué comer”.
Los árboles cayeron y se erigieron casas diseñadas por los jóvenes con escaza maestría. Unos se ayudaban a otros por el día y se robaban el material de construcción por la noche. Algunas de las casas cayeron para hacer aprender a aquellos obreros que se ponen cimientos si la tierra no los tiene. Otras fueron construidas con arena del vecino de enfrente, grava de una señora que vive en la entrada de la colonia y los tabiques se pidieron prestados así no más. Casas grises a las que llegaban más y más personas desde lugares insospechados. Cuando llegó el norteño Germán comenzó a imitarlo como parte de su bienvenida, pero después no se podía quitar el acentito ese. Llegaron pobres de los pobres pidiendo casa y cobijo, y no faltó la vieja argüendera que les mentó la madre desde las improvisadas ventanas de su casa, y no faltó el niño que fue castigado por compartir las canicas con los vagos. Con ellos llegó una niña bonita. Germán la vio y pensó que quizás venían del sur, de la costa por la manera en la que se referían a lo demás. Germán le llevaría más de diez años, pero eso le importó poco cuando la niña corría por la calle y sonreía bonito reflejando toda la luz del día en la obscuridad de su mirada. Pronto Germán quedó prendado de aquel ser.  
Después de que el de la silla se convirtiera en una fotocopia borrosa que se había pegado en todos los postes de la colonia, no mucho después, llegaron noticias. Personas del gobierno tocaban a la puerta, pero les avisaron que no podían avisar a nadie pues no tenía familia que le conocieran y a penas y hablaba con su casera. Los viejos que en el pasado fueron a jugar con él baraja y dominó ya no están, el último murió unos días antes de la desaparición. No hay a quién le puedan avisar. Entonces dijeron que, en cuento se repusiera, ellos mismo lo traerían a su domicilio.
Quizás Germán compró persianas para su ventana que apenas y era un agujero en la pared con un vidrio al que le faltaba un pedazo. Quizás se paraba junto a la ventana después del trabajo y observaba a la niña que jugaba con sus hermanas, la niña que salía de un agujero grande en la pared frente a su casa, niña tan flaquita que comenzó a crecer tan rápido y comenzaba a sospechar que quizás no era tan niña. Él ya no cenaba con sus amigos aunque seguía encontrándolos. El dinero que usaba en las cenas de abundante pulque (a veces había hasta aguardiente) se fue acumulando poco a poco en una de las patas huecas de su cama. Se compraría un traje y zapatos nuevos para impresionar a la muchacha.
Pero ella sólo jugaba, soñaba bajo el calor abrasante y la arena en ser una persona diferente. Algunas veces jugaba a ser una mamá buena y otras jugaba a que tenía un papá como sus hermanas. “Eres la mayor y tienes que darle ejemplo a tus hermanitas”, y ella obedecía en todo a su mamá, porque la quería, porque le había pegado con el cable nada más un par de veces y siempre era bien merecido. Ella jugaba a que no tenía hambre y que llevaba a la escuela zapatos tan bonitos como los de las otras niñas, a que tenía calcetas, a que no la molestaban ni le aventaban tierra y era buena a estudiante. Ella sólo jugaba.
Un día dejó de jugar, cuando un hombre se acercó y le dijo muchas cosas. Ella aceptó la invitación a comer porque tenía mucha hambre y quizás le podía llevar algo a sus hermanitas. Con el tiempo también fue aceptando que no volvería a su casa y hasta llegó a aceptar que sus hermanitas y su mamá iban a ser sólo un recuerdo. Incluso creyó llega a querer al hombre que le había sonreído aquella tarde de verano de forma tan misteriosa, “como nunca antes alguien me había sonreído”. Lo llegó a querer porque le perdonó las patadas en el vientre con cuatro meses de embarazo, y lo quería siempre que se iba en las mañanas despidiéndola con un beso, y lo quería en las interminables noches que la cubrían en su búsqueda del cuerpo que le pertenecía, en la búsqueda del hombre que había unido su Destino al de ella.
 “Se fue de puta”, se reclamó la madre a sí misma en la entrada del cuarto que llamaban casa y se dio la vuelta con el rostro de piedra, la cual se rompía en las noches para dejar correr el llanto, bajito para no despertar al hombre o a las niñas, así es como debe sufrir una buenas mujer.
Germán llegó en una caída del solo con traje y zapatos nuevos. Estaban sucios por caminar en esas calles de pobres, calles que aún no eran calles, junto a casas que apenas y se podían llamar casas, frente a la mirada de niños flacos y sucios, bajo las cervezas de sus amigos que le chiflaron desde cada esquina en la que se les encontraba en el rutinario ejercicio de olvidar. Germán, ahí, frente a la puerta de su casa, frente a la pared que esta tarde no estaba habitada por las voces de niñas corriendo y los juguetes y los otros niños de la cuadra y la sonrisa de Concepción iluminando el mundo justo en el ocaso. Pero había algo. Él pudo ver cómo se entreabría la puerta y llegó a la certeza de que Concepción lo estaba observando.
No sé si decir “trajeron al hombre” o “trajeron al cuerpo”. En el juego de sustituciones le tocó al hombre de la silla recobrar su lugar. Pero también ocurrió lo extraordinario. La misma viejita que lo había identificado dio la noticia de que había vuelto. Más viejo que nunca, más cansado que nunca, sin poder controlar su propio cuerpo y observando apenas siluetas que pasaban y lo saludaban por la calle. Dicen que se le vio en el ocaso caminando con un temblor en las piernas que lo hacía trastabillar. Dicen que en la madrugada terminó de quitar los papeles en los que las autoridades lo señalaban como un desaparecido. Un viejo casi como una aparición en medio de la madrugada. Lo encontraron tirado en un basurero fuera de la ciudad. No recordaba cómo había llegado allí ni lo que había ocurrido. La única certeza que tenía es que todavía no se quería morir.
Por eso Germán se detenía todas las tardes unos minutos frente a la puerta de Concepción. Supo su nombre cuando su madre le gritó desde dentro de su casita. Germán veía con galanura y seguridad como todas las tardes se entreabría la puerta, lo suficiente para dejar entrever una dulce mirada que lo admiraba desde aquellas tinieblas. También fue el tiempo en el que comenzó a fumar pues le parecía propicio tal hábito como parte de su ritual vespertino. Un día tendría el valor y tocaría la puerta para pedir la mano de Concha, ya las monedas habían llenado dos de las patas huecas de su cama. Cuando el vecino de enfrente, en su borrachera,  le rompió la cabeza y le manchó uno de sus mejores trajes su historia llegó al punto de convertirse en un idilio. “No me gustan los maricones paseándose frente a mi puerta”, los acompañantes lo salvaron que le incrustaran la botella rota como parte de la defensa del hogar, mientras Germán pensaba que se iba a tener que robar a la muchacha y era algo que tenía que planear de manera adecuada.
“Así pasan los días y yo desesperado y tú, tú contestando: quizás, quizás, quizás…” Cuando lo retiraron, después de más de treinta años de trabajo no tenía amigos. Sí tenía un plan perfecto para robarse a Conchita, dinero que ya hacía mucho había desbordado las patas huecas de la cama y una negación constante a la mujer loca que salía todos los días al rosario de las 6 con y le gritaba: “se fue de puta”.

Quizás don Germán algún día vuelva a aparecer o se secó y se lo llevó el viento como dijera la viejita que todos los días sale a los rosarios de las 6 de la tarde. “Mi hermana Concepción se fue de puta y él nunca me quiso creer”. Yo digo que es una vieja chismosa y nada más.   
Viejo en el muladar. Francisco Goitia.

Empatía

Olor a tierra mojada, y el cielo aún dormita en su obscuridad. Me sacudo la peste de cuerpos todavía impregnados de sueño. Sabes que ayer llovió y en la tarde el sol quemará nuestras frentes como aquella primera vez en que conocimos las olas y la inmensidad. El viento persigue a los autos impacientes por llegar y los humanos de la suciedad se refugian, como las ratas, en el subterráneo que les ofrece el calor de estar más cerca del centro de la tierra. La noche agoniza en las miradas de humanos que maldicen esta ciudad.
una vez me enseñaron que el tiempo es que las cosas se muevan o cambien: como ejemplo tenemos manecillas dentro de círculos benditos; como ejemplo tenemos dígitos que destrozan constantemente la calma. Los pies devoran el camino porque es necesario para llegar a ser. Humanos que desde pequeños no saben porqué se levantan cada mañana para emprender la carrera. Nos han explicado que la carrera es lo que nos da una existencia: por ejemplo, el futuro está en llegar a ese lugar que te va a convertir en alguien. Son nuestras esperanzas marchitas que han echado raíces profundas en el alma. Y nos dan vida.
Olor a flores benignas que viene con el viento del alba. Observo a lo lejos un bulto amorfo que se mueve en la orilla de la acera. Devoro el camino como todos los que me rodean, tengo que llegar a mi futuro que me va a permitir ser. Alimentado con sueños lánguidos corriendo en el recuerdo y castillos que nunca se llegarán a construir: ¿cómo sería si le dijera? ¿cómo cambiaría mi vida al dar aquel paso? ¿cómo hubiera sido? Pero el día aún no asciende.
El bulto se mueve en la orilla de la acera y me percato de que está formado por diferentes texturas: mucho de este bulto es cabello, pero también se puede distinguir algodón y algo de mezclilla en la parte baja. Es un bulto que gime y, conforme me voy acercando, toma la forma de una mujer.
 Me parece un ser extraño. Las otras chicas corren y no se percatan de las faldas que suben empujadas por una mochila protectora de el salvajismo masculino. Son fantasmas divinos al alba que desaparecerán entre las tinieblas de los edificios que las tragan dentro de unos instantes, y lo desean. Desean ser alguien como sus amigos lo fueron antes que ellas. Desean no ser sus madres y sus abuelas en la inmovilidad de la mecedora o en la vida sin descanso con una cría entre los brazos. Quizás sus deseos se hagan realidad entre los codazos para entrar al tren en el que se nos va la vida, sólo de esperar. Quizás mueran frente a un espejo, pensando durante años que estaban observando un viejo daguerrotipo de las mujeres que las precedieron: de sus madres y sus abuelas.
Por eso ella no es una mujer; ella es la chica que huele a flores. Se inclina sobre sí misma y abraza sus piernas para entorpecer al tiempo. Se mueve diferente, es un bulto amorfo que se arrebuja y gotas de agua caen al piso, a pesar de que llovió ayer. La chica que huele a flores es una animal herido y oigo sus gemidos en el viento travieso. Los pies devoran a su lado y ella se ve más frágil, torpe y lenta. Dos personas se abrazan: una mujer toma todos los recuerdos contenidos en aquel rostro que no quiere cambiar. Será como cuando se empozan todas las añoranzas en el alma… yo no sé.
Por un momento dudo. Quizás como dudé de hablar con aquella persona, de nadar hasta el otro confín del mundo, de salir un día para volver a mi casa hasta que fuera digno, como dudo cada día el seguir durmiendo hasta lo que llamamos vida sea el verdadero sueño.
Pero no puedo. Al final, no vale la pena sentarme en la banqueta, tomar su cabello y, quizás, llorar con ella, por un futuro en el que por fin voy a ser alguien, en el que por fin voy a ser feliz como se nos hubo prometido. Sólo hay que hacer lo que tenemos que hacer y, quizás, el bulto amorfo sobreviva a otro día. El cielo aún dormita en su obscuridad.

Es cuestión de imaginar

Procuro tener la espalda recta al sentarme contra la pared. Lo hago porque me gusta estar contigo; me basta con unos minutos de tu presencia para que mi día se haya realizado. Pero no creas que me gusta. Lo hago cuando siento los golpes del hombre con el que he estado casi toda mi vida y que sigo viendo como un extraño… después de tantos años. Por eso me mantengo derechita y mi mirada se dirige al frente en la inclinación que alguna vez me explicaste. 
Era una mañana ya calurosa, invierno de estos países en que el solo te puede quemar más que nunca. Me tomaste de la mano y me llevaste hasta el sillón en el que me sentía tan cómoda. No podía tranquilizarme porque la vida que había llevado hasta entonces no me lo había permitido. Creo que no es fácil hacer algo cuando nadie te ha dicho que lo puedes hacer. Pero no te rendiste conmigo y, antes que nada me enseñaste a dormir.
Respiro profundo para comenzar a ver tus ojos. Aquellos ojos que me dijeron una tarde lluviosa que no iba a pasar nada: «los dos cabemos muy bien debajo del paraguas». Y ya no importaba la mierda llevada por los ríos contra la banqueta, estaba segura bajo la lluvia que tanto me gustaba de lejos, estaba cómoda bao la tempestad y a unas pocos pasos del hogar que ya no soportaba. Por eso es que la próxima vez que pude ver el rostro de terror de mi madre tuve un consuelo: afuera, en un mundo que he visitado tan pocas veces, existen hombres diferentes, hombres que te pueden proteger con una mirada.
Para enseñarme a dormir me tuviste a tu lado durante mucho tiempo (o eso hubiera querido). Creo que fue un poco de sugestión, creerte con fe ciega todo lo que me decías y llegar a relajarme instantáneamente con el olor a lavanda. Tú me prometiste que para ello se utilizaba. Nuestra habitación no tenía luces, pero tampoco las necesitaba porque el día dejaba entrar sus rayos por la ventana y la noche nos arrullaba con las estrellas de provincia. Caminamos en la obscuridad que ya no se parecía al rostro sangrante de mi madre o a su enorme panza sobre mi vientre. Caminamos hasta que me dolieron los pies y de regreso. Exhausta, me recostaste a tu lado y comenzaste a acariciar mis cejas muy  despacio, a acariciar mis pestañas muy despacio, a acariciar mis párpados, benditos desde entonces.
Cuando comienzo a respirar muy hondo y muy despacio, tal como me enseñaste. Algo que no quiero describir va siguiendo el rastro de mi piel que se relaja con cada respiración: la cima de mi cabeza hasta la punta de los pies. Después se va dibujando tu sonrisa. Me esfuerzo para contenerla en mi mente. Te creo a cada paso; cada poro y la forma de cada una de tus pestañas. Puedo sentir como nunca antes, soy consiente de mi cuerpo, pero estoy fuera del mismo. 
Por fin estás aquí, en la noche en que me susurraste al oído que nos teníamos que ir lejos. A mi no me importó acostarme con otros hombres porque sé que siempre me amaste y lo hice para cumplir nuestro sueño. Estás ahí como la madrugada en que nos tomamos de la mano y caminamos por los andenes del subterráneo y ascendimos a autobuses que nos llevarían a un destino manifiesto; estaba escrito que nos conociéramos por eso me perdoné el hambre, las preguntas sin sentido con las que me comenzaste a acechar y la mañana en que cambió tu mirada. Ahora que estás aquí te tengo que confesar que me asustaste porque por un momento me sentí de nuevo en casa, aunque supe comprender tu apetito de hombre y el consuelo de que todo terminaría con tu orgasmo que siempre me hizo tanta gracia (y nunca te lo dije) además de tu cuerpo reposando junto al mío, comunicándonos en nuestro respirar y con las estrellas.
Pero el alba me interrumpe y no estás de nuevo conmigo. Por eso todas las noches imagino en la forma que me enseñaste y te traigo de nuevo aquí. Tengo que prepararme para limpiar las pisadas de personas que no conozco ni me quieren conocer, la noche nos esperará de nuevo para morir con tu recuerdo. 
Quizás algún día pueda mentarle la madre a mi jefe; quizás algún día perdone el semen de mi padre sobre mi vientre y sus puños en los bellísimos ojos de mi mamá; quizás el mundo se vuelva un lugar mejor para los que nacemos sin estrella, y las estrellas en serio me cuenten muchas cosas; quizás algún día pueda dormir sin tener que acariciar mis párpados y vivir sin traerte de nuevo junto a mi.
Shakyamuni Buddha. Dinastía Qing.

Antes de dormir

En aquellos días Carmen salió con la esperanza a cuestas. Una niña le sonrió debajo de la tierra, dentro del gusano naranja que nos consume la vida. Tomó la tela contra sus piernas para evitar el deleite de los hombres tristes y solos, y sucumbió a la superficie que la cegaría por un momento con la luz inmediata del alba. Se tomaba el cabello entre la multitud de personas dormidas a la vida, se alzó el vestido sobre los charcos de agua sucia e iluminó el día con su rostro sobre los niños famélicos en las esquinas.  
Carmen subiría sintiéndose más cerca del cielo dentro del frío elevador, y preparó sus piernas y el busto antes de ignorar a la mujer, cansada de monotonía e hijos sin decirlo, que atendía llamadas. Tocaría delicadamente la puerta de alguna madera muy costosa. La sorprendería la mirada protectora de María de Guadalupe que la alcanzó después de que la estruendosa voz le permitió pasar, porque “aún la estaba esperando”.
Tomó delicadamente algún punto impreciso del gran abdomen del hombre que la alentaba a avanzar hacia él, el hombre vestido elegantemente y con un penetrante olor a colonia y tabaco. Lo besó en los labios, sintiendo el bigote recortado en la mañana y maldiciendo su vida. “Te tengo una sorpresa”, masculló Carmen y comenzó a quitarse la ropa. El hombre se apresuraría a cerrar la oficina con llave y cuando volvió la turbia mirada al cuerpo de la joven no pudo contener la carcajada. La chica, de por sí muy delgada, era una niña flacucha dentro de los grandes calzones del hombre gordo; calzones sólo sostenidos por una manecita izquierda temblorosa. “Aquí tengo la sorpresa”, sonreiría nerviosamente aquella niña al tiempo que señalaba su entrepierna. Los siguientes movimientos se sucederían en una vorágine necesaria: sacó un revólver, apuntó al hombre que ya caminaba con una erección prominente y le disparó en la cara.
Cuando encontré a Carmen en el mismo bar de siempre no podía levantar los ojos del suelo ni lograr que cesara el llanto. Entonces recordé la primera vez que la había visto. Falda florida sobre jeans, lentes demasiado grandes para su carita que muy de cerca te revelaba que ya era una mujer, cabello demasiado corto para la época y la sociedad que se movía con el viento; bajo sus sandalias el poco tráfico con el que pretendía morir atropellada después de la caída. “Yo también lo he pensado pero la verdad es que no me parece posible morir desde esta distancia por más autos que te pasen por encima”. Pero ella no se movía, con la mirada baja como la encontré aquella noche en “La constelación”. Era un paralelismo que yo no te hubiera creído su me lo hubieras contado en la peda, ya durante la madrugada: pasaron unos segundos en que se dio cuenta de mi presencia y comenzó a llorar fuerte otra vez, balbuceando palabras sin sentido.
Después de bajarla del puente y soltar un mal chiste sobre matarse justo enfrente de la fábrica de sueños, nos fuimos caminando juntos sin pensar mucho en ello. Cuando me animé a romper el sagrado silencio y preguntar a dónde la podía acompañar, canturreó fatalmente: Oh take me anywhere, don’t care, don’t care, don’t care. Tengo que confesar que esa respuesta me dio miedo. Te hace sospechar.
En “La constelación” comenzó a hablar sobre la música que sonaba demasiado fuerte, que yo nunca la escuchaba, que su padre había sido un cerdo hasta el último día de su puta vida y que yo la no la podía ayudar porque el problema estaba en ella.  Se detuvo, me refiero a que dejó de llorar y gritarme en la cara,  y los vecinos de las mesas cercanas voltearon extrañados ante la falta de los berridos de Carmen. Me tomó de la mano y me llevó, como a un niño, a mi propio departamento. Te digo que por alguna extraña razón me prendió en chinga ver como aventaba las sandalias (las mismas que llevaba cuando se quería aventar a los coches)  debajo de mi cama con sendos movimientos de los pies más hermosos que he visto en mi vida. Tiró la ropa como si estuviera en su propio cuarto y me prendí más porque comenzó a jugar con el pequeño revólver que se asomó de los calzones grandísimos como un cuerpo extraño saliendo de una verdadera amazona.

Pude ver una luz por la ventana bajando desde las calles altas y pensé que así sería la luciérnaga furiosa de la canción. Nos besamos por mucho, mucho tiempo; hasta que sentí en su respiración que se había quedado dormida más frágil que nunca. Justo antes de cerrar los ojos y entregarme a dormir como si fuera la primera vez de mi vida me pregunté: “¿Qué voy a hacer contigo para que no nos alcancen?”
Joven durmiendo. Theodoor Van Loon

La Sulamita

Que quieres un cambio cuando estamos cambiando a cada momento, que el sueño te alcanza persiguiendo tus sueños y el mundo son el asfalto que pisas y las almas que amas. 
No sonará la tierra tras tu pasos, ni llorará el viento con el retumbar de tus palabras. Pero Pero un día he perdido el sueño persiguiéndote y me alcanzó el sueño para una vida más. 
Mi mundo es una rueda onírica que no puedo romper dejando de desear. Por eso me deslizo bajo la sombra de las estrellas para encontrarte detrás del cereal ayudando a una vieja que te agradece con cariñosas manos. Te encuentro atrapando deseos  en el bosque de asfalto; impulsando los electrones para hacerlos desaparecer y es verdad que nada acaba, que tus pasos destruyen como el verde a los rascacielos para que tus manos vuelvan a formarlos después. 

Él no estaba muerto. Después de un par de días su hermano entró a una habitación caliente y húmeda con el miedo en los ojos que temblaban como agua estancada. «Llegó una noche después de un día de arduo trabajo y ha dormido hasta ahora», fue la explicación científica del hombre que había estudiado durante años el cuerpo humano para arrebatarnos de la muerte, pero no era su responsabilidad librarnos del sueño.
Aquella tarde su hermano volvió a tomar una cerveza después de 10 años de no hacerlo, pero no me sorprendió ver sus labios contra el tarro bien frío cuando llegué al lugar en el que me había citado. «Jamás pensé que un hombre como usted creyera en estas cosas», le dije abriendo mucho los ojos como si fuera la primera vez que me ocurría, aunque no era así.
Transfirió a su hermano a un hospital en que lo cuidaran mejor, en el que él pudiera estar todo el tiempo necesario dentro de la habitación que lo reconfortaba; aunque estuviera dormido, el respirar de su hermano le daba seguridad como en las noches en que mamá se iba justo después de la partida de papá.
Fueron incontables los bocetos que encontré en el pequeño desparramados hasta debajo de la cama. Me pareció que lo había dibujado desde todos los ángulos posibles y que si juntaba todas las hojas sobre el respirar rítmico podía trabajar con el papel mismo.
Después del primer día en que tomamos hasta latas horas de la noche no platicamos demasiado. Ya muy entrada la madrugada, minutos antes de que nos invitaran a salir, comenzó a hablar de pasados sin sentido y me mostró el boceto de una mujer, «mi mujer perfecta», decía besando el carbón sobre el papel y regresaba el tarro a los labios.
Pero todo comenzó la mañana en que por fin descubrí a la mujer (creo que me comienza a afectar trabajar con este hombre). Desperté con la caída del sol y nos miramos muy fijamente durante mucho tiempo, yo tenía la cara mojada porque tenía que acudir a una cita de un cliente de hace tiempo. Pasó de las sesiones de ocultismo a develar el monte que disfruta entre mis piernas y al día de hoy ya siento que lo quiero, pero es aes otra historia.
por eso fue que un día entré a a habitación en la que francisco se mantenía sentado como un estoico Sísifo y me observó hasta que terminé con su hermano. «No puedo seguir con esto», le dije y él no se inmutó Me tendió un billete y regresó a sus meditaciones. Yo le dije que no podía hacer mas, lo que había escrito era todo lo que se repetía una y otra vez en la mente de su hermano y las cosas no podían cambiar. Entonces se levantó frente a la ventana que ofrecía sólo la luz de la noche en la ciudad como única iluminación y me dijo:
-Lo sé todo. Ya sé que no va a despertar. Te pido que, por favor, te vayas lo más lejos posible, no sé como te hemos conocido, ni sé si se trata de una bendición o una maldición. No quiere despertar por estar contigo. La sulamita.  Por eso pensé que podías devolverlo, pero lo único que tienes es este papel.

Después se acostó de tal forma que su boca casi tocaba el oído de su hermano, como un tarro deseado, y presionó el papel con más fuerza entre sus manos mientras recitaba lo que yo había escrito tantas semanas en el pasado:
«Quieres un cambio…»

Dream of the Shulamite. R.H. Ives Gammell

Aburrido a dos tiempos

Ciudad de sonrisas viejas y tezontle
te aman los hombres que te escupen
porque a golpes de canto del cenzontle
dejan que tus empeños perseveren.
No juzgues nuestros grotescos pecados
sino el sudor de poetas que te escriben
en las piernas de putas cansadas al paso
y soñadores drogados que en tu pubis viven.
Vivimos sueños dentro de tus ojos
proyectados hacia el sucio ocaso.
Salir a las calles, por nada o el todo:
espectros tras, del sol, abrazos.
Bendita ciudad crece flores en el lodo
y la locura de mentes brillantes crece.
Nos dejas morir en el sitio y el modo
con la esperanza de que siempre amanece.

Muere el cierzo en tu mirar sordo
porque el tiempo ha descansado,
porque el sueño monta a la realidad
y cae de cuclillas sobre el Hado.
Muere el sol bajo tus párpados;
naranja que sonríe a 24 pasos,
rueda de la vida que no gira
cuando acarician el viento tus palabras.
Vieja luz primigenia de mi universo
detenida en seco al borde de tu sombra,
al borde de tu ser que me contiene
en la gravedad que es el principio de tu obra.
La luz se aquieta siendo luna de agua:
en el fuego de tu paso el espacio muere.
Tu presencia: saeta que al universo hiere,
en mi dulce penar que siempre acaba.

Casa sobre el puente. Diego Rivera

Hay días…

Hay días que no te quiero tanto porque sabes a esta ciudad maldita de sueños infértiles. Entonces te pienso como a la mujer en el fondo de un jardín secreto y caminas sobre cuerpos  putrefactos de hombres pasados. Entonces te odio y se acaba el pesar de los días soleados, llegas en las horas de la muerte de Vallejo que se desmorona bajo la lluvia.
El niño camina por calles que nunca antes había conocido. Lo asusta el hecho de verse perdido como tanto le han hecho temer los adultos. Camina entre hombres sucios arrojando palabras que sus padres nunca dirían y sólo puede apoyar su pequeña mochila contra su pecho en un gesto de autoprotección. Camina pisando agua sucia y mucha basura, la tarde ha empezado a caer y él no encuentra el camino a casa. No confía desde la primera impresión que lo hizo correr hasta esos lugares desconocidos: un hombre en camiseta tomaba por el cabello a una adolescente hermosa y la arrojaba contra las paredes, para golpearla después con el  puño cerrado, como si se estuviera defendiendo de otro hombre.

¿No quieres que te olvide? Sombra predilecta sobre las aguas encharcadas, perfume del rocío naciente en las mañanas.
Piensa, piensa como nunca antes había pensado en la vida. Traga saliva para encaminarse sobre una nueva calle, parecida a todas las demás, demasiado parecida para su sentido de la ubicación casi nulo, porque su mundo giraba en torno a la gran casa. Recuerda a sus padres y su abuela explicando cada uno de los sucesos del mundo, hablando sobre el cuidado que se debe tener al cruzar las calles y cuando extraños ofrecen cosas. Con la caída de la tarde la desesperación comienza a poblar sus piernas. Pero no puede gritar. Cada una de las calles se parece a la anterior, la ciudad se ha encerrado en un laberinto sin salida y con personas en las cuales el niño no puede confiar.

Hay días que eres un espectro susurrando al oído de indigentes hambrientos, caminas por las calles sucias con sus zafiros de tezontle que sonríen melancólicamente. Te desplazas por el mundo somnoliento, con tus sonrisas como viento, con tu risa como centellas incendiarias que se estrellan en las almas.
El hombre es el pobre que voltea los ojos, loco, en las noches de pensamiento sobre la vida, sobre niños que mueren por enfermedades absurdas, sobre sueños empolvados por alcanzar, sobre mujeres usando el corazón como arma infalible. Canta, entre dientes, como todas las madrugadas: “hay días que no te quiero tanto…” Gira para entrar al mercado, mercado que ha sentido las balas de la revolución popular, de la revolución traicionada; lugar en el que ha dejado los años como piel muerta. Debajo, como un tímido insecto, se encuentra un niño que tiembla de frío en la madrugada infausta. No hay más personas alrededor. El hombre toma al niño entre sus fuertes brazos. Con el olor a suciedad se recuerda a sí mismo debajo de otros lugares, sobre árboles que eran inmensos en los años más lejanos y con las manos llenas de tierra, o llenas de frutos que eran minuciosamente cuestionados por él. Hoy no, hoy no es día de trabajo; hay una personita que necesita comer y encontrar un nuevo camino para llegar a casa. “No cualquiera sobrevive a una noche de esta ciudad”, piensa en el momento en que el chico toma su cuello con una manecita en un acto reflejo de tiempos anteriores. Ese día el hombre rompió su realidad.


Por eso es que muero. Fervientemente hoy creo que es por ti, por lo que muero. Porque hay días cenicientos en que no te quiero tanto y el tiempo se muerde los labios callando tus placeres. En la luz gris bajo la que no te quiero el tiempo se aquieta… Y entonces te vuelvo a creer.

Calle Loreto, Cuzco. Martín Chambi

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