La mejor forma de escribir una nota.

By Theodor Benda

Afuera seguía lloviendo. Los indios se habían ido. El cristal de la ventana se encontraba empañado y, por un juego de luces, se había convertido en un espejo más. Ella susurraba palabras ininteligibles sentada en el piso, en medio del cuarto. Era su rostro blanco, más blanco por la luz y era su cabello negro como fuego que muy lentamente se mueve.
Yo había llegado dos horas antes en medio de la noche más obscura del año. El cielo derramaba gotas muy pequeñas, de esas que se posan un momento antes de ser absorbidas por el mundo debajo de ellas. La luna no existía en la última noche de abril; se podían oír mis pasos, el sonido del agua desde el cielo y el canto de alguien a lo lejos. Sabía que ella había estado esperando mucho tiempo, más del que a mí me hubiera gustado esperar. Me hubiera gustado decirle: “si yo fuera tú ya no estaría aquí. Deberías tenerte un poco de respeto… nada más un poquito de dignidad”. Pero desde la esquina comenzó a ser el dolor cada vez más intenso. Era una fuga de vapor desde dentro de mi cabeza en que creí perder los oídos, ese sonido agudo y los latidos de mi corazón amplificados como nunca antes hubiera escuchado.
Ella se encontraba en el diván como si fuera parte de la habitación, como la estatua sempiterna del gran artista de la que todos admiran la belleza y armonía porque es lo usual. Y en verdad era bella: dos piernas como dos columnas corintias. A ella le hubiera causado mucha gracia la comparación y me hubiera gritado: “Petrarca”. Ahora recuerdo un rizo sobre su nariz, tenía una forma de tomar café como si pudiera leer la verdad de las mentiras que se lanzaron discretamente durante la charla; miraba a lo lejos para observar mi rostro cuando yo estaba a su lado y me decía: “tú siempre tienes algo que decir”. Pero esta noche estaba sin palabras.
Afuera seguía lloviendo y me gustaba languidecer junto a la ventana. Es de esas veces que te sientes un poco más vivo de lo habitual: yo lo hacía con el frío cristal contra mi dedo escribiendo tu nombre en letras entrelazadas y puntos. Tu nombre (aquella palabra maldita) que había escrito tantas veces en la piel y las entrañas de la ciudad para que así, por algún fenómeno sin sentido, te dieras cuenta de mi amor por ti.
Con la mano empujando la puerta con miedo, con mi ser detrás de mi sombra en el umbral de la puerta volví a sentir tu perfume dulzón y me tomó hacia la tarde en la que huía de tus palabras que se desvanecían en el aire y a través del espacio rajado, abierto por mi rencor. Siempre odié tu alegre ignorancia, por lo que me pasaba las noches en medio de la obscuridad de mi cuarto imaginando con claridad y precisión cada uno de tus movimientos después del glorioso advenimiento de mi palabra, llave del paraíso terrenal aquella frase practicada hasta que mis labios se volvieron acacias secas.
Yo en el umbral de la puerta: mojado de pies a cabeza, seco y duro como siempre he sido, y con gusanos dentro de mi cabeza. Tú te presentabas como nunca antes: sin máscaras y sin mimetismos, la mirada a lo lejos recordando mis palabras a veces violentas y frontales y a veces de seda o de algodón.

Mi nombre es Juan P. 
Hoy como todos los días desde hace mucho tiempo llegué a mi recámara en esta estancia, recámara que siempre tienen las luces prendidas y con una sola ventana hacia una calle solitaria en las madrugadas. Bajé el cuadro del diván al suelo y me senté junto a la ventana para ver llover. Sé que no me falta mucho porque he sido un mal abogado y una mala persona. Ya van tres noches y quizás mañana sí me encuentran. Si de algo estoy seguro, y feliz, es de que los indios volverán. No me hace falta leerlo en el café. 
31 de abril de 1934. 

Una princesa de la India.

Una piedrita me hizo mover la cabeza instintivamente como si fuera un golpe con la mano abierta. Desde mi posición, la inclinación de la calle hacía más alta desde la cual me miraba con aquellos grandes ojos negros. Un par de años después una chica lista discutiría hasta el cansancio que los ojos negros no existen, dispuesta a demostrar con toda clase de pruebas científicas que son ojos cafés muy obscuros. Pero la mirada de aquella chica era el abismo más profundo por encontrar. Ella me miraba y sonreía como ya no hubiera otra ocasión para hacerlo en el futuro, yo le sonreí con culpa empozada en el rostro y seguí mi camino.
Ahora me rompo la memoria en recordar y sólo llegan pedazos de vida detrás de mi mirada. Estoy seguro de que era una primavera calurosa, todo el año es caluroso en esa tierra caliente. Aún más caliente sería en mi adolescencia más impetuosa, el tiempo en el que cada paso es pasión contenida y la vida pareciera un Edén por explorar lleno de personas idiotas. Ya se había vuelto costumbre llegar al pueblo de mi padre en la vacaciones pues se tenía la gran ventaja de que no se tiene que pagar hospedaje o comida en tu tierra. Yo no tenía más intenciones que dejar pasar el tiempo para que la vida se resolviera sola, como siempre pasaba en aquel tiempo.
Pude, por un instante, ver la alegría en el rostro de la tía Elena cuando llegamos con mochilas y cara de cansancio de dos horas para romper el tiempo de ese pueblo en el que nunca pasa nada. Pero debajo del sol abrasante pasaría para mí. Tuve que cumplir con el protocolo de saludar a todas las personas de la casa legendaria que había comenzado como un jacal que no aguantaría una patada de mula hasta llegar a ser la casa de tres pisos que es ahora. En tal casa habían pasado los once hijos de mi abuela y ella había sufrido la muerte de tres de ellos, exclamando con palabras de resignación: “fue mejor que Diosito se los llevara antes de que me encañara con ellos”.
Después se hacia la “peregrinación” por las distintas casas en la que mis tíos más cercano me ofrecían todo lo que pudiera tomar. Me parece pertinente aclarar que se trata de mi familia más cercana porque en ese lugar todas las personas son parientes sin que uno lo sepa, y cuando te tratas de robar una granada llegas a descubrir que era la casa de tu tía y te regala una caja de granadas.
Fue regresando de la “peregrinación” la primera vez que me enfrenté a ella. Creo que fue una presentación formal desde mi prima pero son detalles a los que no llego. De una forma más súbita que complaciente se me tomó de la mano y me acercó para besar mi mejilla. Fue en ese instante que me cree prejuicios de su persona que no pudieron ser difuminados hasta mucho tiempo después en una noche muy obscura, cubierto completamente por la soledad.
“Está bien ojona, ¿verdad?”, me dijo Brenda cuando ella se había ido a la caída del sol. Yo no sabía qué decir acerca de esta chica, estaba claro que no era la apariencia de una buena michoacana y me intrigaba esa mirada que era como de dos soles negros en un rostro del Antiguo Testamento. Fue entonces que Brenda me contó que no parecía de aquí porque no era de aquí. Ella había llegado como refugiada de un país muy lejano, quizás de la India, sin padres ni algún familiar que cuidara de su dolor. Por eso es que había estado saltando de familia en familia hasta que llegó con la maestra del pueblo. Aunque no pueda encontrar pruebas en contra, aún no quiero creer que la historia sea verdadera.
Para llegar al pueblo hay que entrar en una desviación que muy pocas personas logran ver en la carretera. La desviación lleva a un camino se atravesó por un par de cerros y sube hasta un arco que marca la entrada y del cual cae el agua que nace en algún lugar recóndito de la sierra lejana. Es un camino en el que te puedes asomar para ver el verde que baja por un poco más de cien metros, siempre con el peligro de desbarrancarse en las camionetas que llevan a las personas a hacer las compras en las ciudades más cercanas.
Sin la voluntad de quedarme para vivir en un pueblo no podría dejar de comparar la prisa constante de la ciudad con el tiempo que camina más lento con el calor. Quizás por ello fue que yo les propuse ir a pasear hasta la entrada y de regreso, como siempre, por el simple placer de caminar. Ella no quería ir y Brenda esperaba que no fuéramos pero yo insistí y comenzamos a caminar hasta que, sin pensarlo mucho, ya nos encontrábamos en el camino. Hacía un calor que quemaba la piel pero el viento nos traía un poco de alivio y el olor a guayaba que se extendía por toda la región.
Ella no quería ir tan lejos. Yo la perdí de vista en un instante y vi que se encontraba tirada a la orilla del camino como si se hubiera desencadenado una balacera. Pero no, volteaba hacia todos lados y aguzaba el oído tratando de encontrar la causa del temor que la cubría. Después me di cuenta de que se encontraba a la orilla del camino pecho tierra y sólo tenía el miedo en el cuerpo de que pudiera caer por la barranca. Lo único que pude escuchar fue una camioneta que detrás de mí, con dirección al pueblo, mientras yo me inclinaba para levantarla. Ella comenzó a correr al pueblo y yo la alcancé para preguntarle sobre lo que pasaba: “ya llegó mi mamá”.
En las noches calurosas salgo para comprobar que las estrellas y la luna aún existen aunque se vean cada vez menos en esta ciudad. Mucho tiempo después me siento solo y pienso en ella como un ser lejano, más lejano que la India y más misterioso, como misteriosos son los dioses. Veo su rostro adolescente en la mañana, platicando con mi prima y sentada en la cama en la que despierto, y ella sonríe como cuando ocurre un milagro que llevas esperando mucho tiempo con fe. Puedo verla desde su ventana de segundo piso que parecía altísima en el callejón inclinado del pueblo llamando cien veces por el nombre que nadie usa para mí, lanzando piedritas para que le haga caso, para que la mire en el pequeño instante de idilio que el destino nos hubo preparado. Pienso en ella y me llega la culpa como una cruz que no se lleva con calma, cargándola como un Sísifo desesperado. Ella no quería ir y yo la llevé a caminar. Cuando llegué a la casa las imágenes seguían frente a mis ojos como si lo viviera una y otra vez. Pero sólo son exageraciones mías, porque yo no esperaba que apareciera aquella señora y la golpeara hasta derribarla. Después la arrastraría por todo el camino de tierra hasta su casa tomándola del cabello. Mis padres me encontraron sentado en un rincón del cuarto pensando una y otra vez que la estaba golpeando mientras le gritaba: “quieres ser puta, yo te voy a enseñar a ser puta como tu madre”.
¡En las noches calurosas me pesa la vida tanto! Sonrío tan solo un instante al infinito en medio de mi soledad, buscando alguna respuesta en la noche obscura a mi afirmación de que alguna vez una princesa de la India estuvo enamorada de mí. 
Pintura de Kazuya Sakai

Sobre la añoranza.

Esta noche sólo te extraño. Lo cual no quiere decir que te extraño solo. Yo que hube pensado, pesaroso, en la vida del ermitaño. 
 No es fácil quitarme la piedrita del alma, el zumbido de tu recuerdo que se acerca lentamente a mi oído y me ataca todas la noches desde hace poco. 
Yo no puedo saber cómo es la vida, sólo he vivido la mía. Pero creo que no se suponía que fuera de esta manera. Pensarás  que estoy loco pero ello a veces me alegra, he sufrido el tedio por demasiado tiempo. Ello me concluyó en  preferir el miedo a lo incierto en lugar del miedo a la nada. 
Bien podría ser llamado «hermético».  Es que el miedo no se va, porque ya era naufrago en una tierra completamente diferente, un paraíso vedado por la espada de fuego que plantó el ángel protector, también dueño del paraíso. Por eso no me atrevía a ser el santo que roba las peras de la propiedad ajena o el niño que rueda, una y otra vez, por el pasto, aún con el trémulo rocío de la alegre mañana. 
Lo demás son sólo excusas. Podemos encontrar mil y una ocasiones que pudieron ser diferentes, podemos armar un modelo del amor ideal, podemos arrepentirnos hasta aburrirnos de arrepentimiento, pero nada de ello vale. 
El poeta dice que es largo el olvido y parece que es porque nos gusta estirar los recuerdos. Pero el momento en que nuestros brazos se estremecieron para quedar relajados, sólo un instante después, como el verde que mueve el viento,  es lo que vale. El instante en que por fin pude dejar de pensar y ver a la vida directo al rostro, sin los sueños que son el pasado y el futuro, es lo que vale. Cada uno de esos instantes con los amores de mi vida. 
No puedo generalizar, pero parece que muchas personas padecen el mismo mal. En los momentos de ensueño estiramos aquellos instantes. Me gusta creerle al hombre que dijo que sólo se trata de sed de infinito. Así te debo dejar, en mi yo que es eterno. Algo me dice que estirar tu ser eterno en mi lo deforma y resulta la causa de odios y amores artificiales, en los que descargamos otra vida que no queremos para vivir, que no queremos vivir bien. 
Esta noche te extraño aunque el resto del día no lo haga. Y sé que (quizás) dentro de muchos años y mucha más vida llegará otra noche como esta. Debo luchar contra mis ganas de deificar o satanizar. Porque eres un instante del presente que siempre será así, sin juicios ni moral. Eres el Ángel Exterminador dueño del paraíso que he rehusado, porque ya tenía la marca de Caín en la frente, porque fui marcado por otro dueño. 
Sé que es muy difícil que leas esto pero no importa, ese no es el objetivo.  

Bather- George Bonnard.

Anécdota literaria.

Desperté con el terror del silencio. Sólo un instante después fui aliviado por escuchar mi respiración. Desperté y las sábanas estaban mojadas por mi sudor. Es increíble la subjetividad del tiempo, pues me perecía un lugar extraño la obscuridad de mi cuarto.
Entonces recordé a la señor Noemi. Ya era una viejita cuando yo apenas comenzaba a caminar y he de confesar que me daba pena pasar por su casa cuando íbamos al pueblo. Pero es un pueblo en donde de debe haber más de 20 casas y si quería ir a la cancha tenía que pasar por ese lugar. Es que era demasiado amable. Nos llamaba y tomaba dulces que vendía para su sustento para regalarlos. Ella siempre llamaba a la gente cuando soñaba con alguien conocido, y si no lo había visto en mucho tiempo no descansaba hasta dar con esa persona y decirle «¡Ay hijito! Fíjate que soñé una noche de tantas contigo. Quería saber si lo que te había pasado era malo o bueno». Ella no creía en la interpretación de los sueños y quizás hubo algún día que dudara del dios todopoderoso creador del cielo y de la tierra, sobre todo desde que se llevó a su único hijo en un automóvil.
Ya eran dos semanas en la que no podía dormir toda la noche. No, no se trata de una historia de terror en la que levantaba todas la noches a la misma hora y, ahora que lo pienso, tampoco se trataba de una pesadilla en toda la extensión de la palabra. La primera vez que soñé con ella me pareció algo extraño. Yo no recuerdo lo que sueño, aunque tengo la certeza de que mis noches no pasan en blanco. Esa primera vez no me despertó, de hecho me sentí molesto porque el despertador me interrumpió hacia el final.
La señora Noemí murió sola. Salieron parientes de debajo de las piedras y no había terminado el novenario cuando ya habían baleado a un hombre frente a su puerta, el vivo se quedó con la casa y una la imagen del muerto en la puerta como una piedra en la conciencia. Pero la señora se pasa por el dormir de las personas del pueblo de vez en cuando, con aquella sonrisa franca que siempre la caracterizó.
Tenía unas botitas color café, una falda floreada y una blusa de tirantes. Nunca sabía desde donde venía, pero caminaba lentamente y con la barbilla levantada, moviendo a conciencia cada uno de sus músculos con un engreimiento felino. Era un espacio en blanco, sólo con un sofá desvencijado que no sabía si era verde sucio o algún tipo de café, además de un escritorio con bordes negros, de los más simple. Pero nunca hubo un sólo sonido. Eso comenzó a darme cada vez más miedo hasta convertirse en un terror que no me dejaba. Podía sentir en mi cabeza ese «sonido del silencio».
Quizás por eso recordé a la señora Noemi la última noche. Sólo unos minutos después de que me despertara me llamaron mis padres. Teníamos que levantarnos de madrugada para ir al pueblo. Son bellos los bosques, pero peligrosas las carreteras, y ese día deseé con toda mi fe que la ciudad no estuviera rodeada por el Sistema Volcánico Transversal. Pero la fe no mueve montañas.
La vi en otro auto. Quedamos al lado en el tráfico de la caseta de cobro y ella se dio cuenta de que estaba intentando atraparla con la mirada, que se quedara bien grabada; dicen que tengo la mirada pesada. Me devolvió mi tímida sonrisa además de un gracioso gesto con su linda mano. Bien se me había quedado grabada y nunca olvidaría aquel auto.
 Dos horas después nos volvimos a detener pero ya no encontraría a la chica de mis sueños a través de la ventanilla. Estuvimos un par de hora en el tráfico de la montaña, en un lugar inusitado para ello. Fue hasta hace un par de días que volví a soñar con ella, después de más de diez años. La investigación me llevó hasta una nota muy pequeña de un periódico que algún día existió en Valle de Bravo. Vi el auto que se quedara para siempre en mi memoria y que todos habían muerto en el accidente.

Sueño del pastor-Johann Heinrich Füssli.

Memento vivere.

Te escribo en la orilla de mi presente, con un miedo inmenso de caer. Pero es un miedo que se refleja en fascinación y placer. Sueñas en mi hombro mientras lentamente caigo. Detrás de tus ojos es que renace mi mundo. En tu sueño me siento como el arcángel que cae por primera vez al nuevo mundo.

La mujer frente a nosotros nos mira vestidos de luz; la luz es del color de su deseo.Tristes lágrimas envueltas en suave piel trémula. La única salida posible es la mirada. Las ventanas se han abierto con el viento interno de los recuerdos y lo vivo no anhela más que vivir.
Pero me pierdo en tu frente. Vigilando tu alma tan diferente de la mía. Me pierdo, en el laberinto de tu cabello que baja a la frontera de la vida: piel calma y cálida como fértil tierra. Y en mi débil abrazo trato de mancharme un poco de tu pureza; contaminarme con la pureza de la selva, en el perfume enervante en que muero y la opaca claridad del ayer. 
El mundo apenas y se atreve a existir un poco. El tiempo sigue por pura inercia, en contra de su voluntad. Cada una de las vidas de fuera son milagros como granos de arena; detrás de tus párpados cosecho el mundo y siento la potencia de la mar.
Te escribo en la orilla de mi presente, cayendo por tu peso. Es el contacto que le da identidad a tu cuerpo pero también pareciera unirnos. Es el peso de tu cuerpo contra la resistencia del mío: tímida atracción de ríos subterráneos, ávidos de sangre, de querer y de ser. Es tu bellísima cabeza que cae en mi hombro y hace caer a mi ser, que parece unirnos… ojalá así sea antes de que te despiertes. 
Starry Night Over the Rhone- Vincent Van Gogh. 

Estado de derecho.

I
El señor Juan salió de su casa con una sonrisa apenas perceptible colgándole de la cara. La bicicleta ya tenía más de  15 años, la miraba sonriendo después de mascullar: “ya no hacen las cosas como antes”. Pero era mucho más el tiempo que había trabajado cargando bultos que le llegaban casi al peso, haciendo la mezcla con una maestría particular, prendiendo las canciones de José Alfredo en la mente de los demás.
Siempre le había gustado el aire de la mañana. El frío que le hacía más livianos los párpados después del café muy amargo y muy caliente, además de algún panecito ya un poco duro.
Siempre le había gustado el viento en las mejillas. Cuando las piernas se despertaban empujando hacia abajo los pedales, un pie a la vez, coordinación casi perfecta con el manubrio y el corazón tomando su calor.
Usualmente daba el paso. Porque era una persona de siglo; a él le habían enseñado a llevar a la dama del lado de la acera, conoció a la Ciudad aún púber. El señor Juan cantaba boleros cuando estaba melancólico. Y aquella mañana era de una melancolía que lo hacía sonreír, porque añoraba el pasado y le alegraba la vida en lo nuevo. Don Juan pasó después de que insistió el motociclista. La mujer en vestido no serían nunca tan bellas como aquella mañana, la distracción que lo hizo reaccionar cuando el vocho ya estaba encima.

II
Javier no había tenido la mejor vida. Cierta simpatía heredada le abrió más puertas de las que podría tener alguien en su caso. Ahora era mensajero, tenía una pareja estable y todo un futuro por delante. Sólo había sido un hombre en medio del fango y soñaba con salir.
Era el primer encargo. Rogaba porque la “doctora” pudiera hacer bien su trabajo esta vez. No sabía cómo alguien que ganaba tres veces su sueldo no podía llenar una hoja debidamente, pero él era sólo el mensajero y llevar papeles es lo que tenía que hacer. Le parecía una mañana como tantas, con el cielo de la ciudad contaminada (más gris que azul), una lúgubre mañana para el habitual conductor.
Él sabía meterse entre el tráfico y llegar antes que nadie. Pero sólo pensaba en llegar con la chica que lo esperaba en casa y tener suerte para poder tomar un poco el fin de semana. Aquella mañana sólo pensaba.
Quizás su cara cambio un poco cuando vio al viejito. Iba con increíble fuerza pedaleando, sonriendo a todo el que miraba. Era la sonrisa de un viejo lo que le devolvía su vida, era la amabilidad en medio del tráfico lo que lo salvaba.

III
María se pensaba una puta. Estaba casi feliz de que aquella mañana Alberto hubiera sufrido tanto. Y es que no hay tortura más grande que la falta de hombría, que ser un hombre y no poder reaccionar a la pasión.
A ella siempre le había gustado la buena vida. Quizás era por eso que no veía a su familia desde hace más de veinte años. Pero no había conseguido lo que quería porque era sólo un pasatiempo ser una vendedora de amor. A ella siempre le habían gustado los autos y el vochito de Alberto no estaba tan mal. Tenía pintura nueva, asientos nuevos; la hacía sentir segura y eso contaba de sobremanera.
Por lo menos podía comer aquel día sin haber cogido, y eso ya era algo para empezar bien el día. No es que no le gustara Alberto, sólo le incomodaba su olor y la forma en que la tomaba como su fuera un objeto inanimado, sin dejar caer ni una palabra, sin el cuidado que procura el amor.
Ella fue la que le dijo que había quedado en la “cebra” que se echara para atrás. Por eso es que decidió quedarse en el coche cuando Alberto se bajó para mentar madres. Buscaba en vano sus ojos cuando regresó y sacó de debajo del asiento una cadena.
Ya no se seguía maquillando pero siguió con la mirada en el retrovisor. El viejo se estaba agachando para recoger su bicicleta. Ella había sabía, ella había escuchado que el viejo había pedido perdón. Pero no pudo levantarse, pues Alberto lo golpeó con la cadena de lleno en el costado izquierdo de la cara. También pudo ver la segunda ocasión en la que la cadena caía sobre el brazo izquierdo del señor.
Sólo después de darse cuenta de lo que había pasado (y que había sonreído) se sintió mal. Pero no pudo salir hasta que el casco sonaba en la cabeza de Alberto. El motociclista dio un segundo golpe contra la quijada y le quitó la cadena de las manos. Ella me mentó la madre un par de veces pero no la escuchaba, nadie la escuchaba gritar en medio del tráfico de aquella mañana. Ella sólo podía ver las botas en la cara de Alberto.
Un taxista que había salido con un palo ya estaba también pateándole las costillas al hombre orgulloso a un metro de María. Ella seguía gritando groserías y sintió una mano muy pesada en la muñeca antes de que pudiera soltar el primer golpe. Una mujer con evidente sobrepeso la había hecho voltear y con tres puñetazos la mandó al suelo.

María le llamaba una puta. Ya no veía bien, pero oyó decir que era la mujer de un procurador, por lo que los policías levantarían el auto que tanto le gustaba. María pensaba no volver a ver a Alberto bajo ninguna circunstancia.
Kermesse- Pieter Brueghel.

Eraserhead

And death shall have no dominion…
Dylan Thomas.



Puedo ver el cielo estrellado como invitándome al infinito, a contemplarlo para siempre. El frío me hace temblar y a veces la angustia llega a mi pecho porque mis manos no me obedecen, siguen temblando.
Imagino a lo lejos a las mariposas, estáticas en su santuario; una mariposa no vive lo suficiente para estar en dos santuarios, y también nuestra vida debe ser demasiado corta.
Camino sin sentido, pero con un orden que va y viene pendularmente a lo largo de la cabaña. Ya la noche me muestra sus sonidos. No recuerdo, del todo, la razón por la que vine aquí. Sólo los objetos a mi alrededor pueden darme una pista de la historia que me precede, si es que hay una. Una cama, víveres que no me dicen mucho pues los miro como parte del paisaje y, al mismo tiempo, como si fuera la primera vez que los veo.
El frío sube por mis huesos. Tomo la silla torpemente formada y, como si temiera de ella, me acerco para usarla. No sé porque, pero me parece una gran coincidencia que haya luna llena. Una voz llena mi cabeza y repite lo mismo una y otra vez. “Tú eres como una nube. Una que se eleva rasgada por el viento al atardecer. Esperando la noche más obscura, una noche de luna llena.»

Caen hojas y castañas con el viento. Me encuentro deseoso en este mundo hostil y frío. Puedo ver lo obscuro y el azul del cielo a lo lejos, muy a lo lejos. El aire tiene sabores que me confunden. Puedo oír cada una de las pisadas del bosque. Pero el revólver no cuenta. A primera vista, un revólver en la mesa parecería una pista contundente y no es de esa manera. Pienso más en las hormigas que bajan por la orilla de la cama en una columna infinita. 

«Hoy escribo para que me salga espuma. No escribo como Mauricio, porque no importa que me llamase Mauricio, Ozu o Frederick, de cualquier manera traería esta piedra en el alma.
Y es que ustedes no saben (es mejor que no lo sepan) lo que viene con esto. Me gustaría ser como ellos: que pueden meterse al río y ser uno con el agua, que pueden mimetizarse en el humo, que pueden amar sin pensarlo… sin recordar.
Pero no puedo. Mi cerebro (quisiera pensar que mi alma) está contaminado con la locura de el detalle. No puedo acostarme sobre la hierba y sentir en mi cabello el viento sin encontrar las formas entre las hojas, sin ver las estrellas de día, sin complementar el momento idílico.
Hoy escribo para ver si me encuentro o un poco más me pierdo. Y casi sonrío ante la imposibilidad de que pueda ser infinito mi desconsuelo».

Creo que es este tiempo tan largo mis sentidos se han aguzado. Las antenas de las hormigas sirven como nuestra nariz, y el viento lleva el agrio perfume que avisa sobre comida. Me parece larguísima la hilera que avanza en la obscuridad, hasta el roble viejo que me observa por la ventana. Solo como sólo un hombre o un árbol puede serlo.Hay otra señal del mismo olor agrio. Tomo mi camisa y limpio mi oído. Huelo. Se bosqueja una muy lenta sonrisa al darme cuenta que quizás mi cerebro sea el nuevo alimento.

Demencia de Isabel de Portugal- Pelegrín Clavé.

Cita.

– Hola, ¿cómo estás?
-Bien, ¿y tú?

Te miro y puedo reconocerte como lo hacía antes. Es como cuando me observo, por un tiempo prolongado, en el espejo y empiezo a dudar de mi existencia. ¿Por qué es que existes? ¿Por qué es que mi universo encuentra en ti su centro? El centro que todos buscamos y que llamamos de tantas formas, con tantos adjetivos y sustantivos perversos.

-Te ves muy bien.
-Gracias. Pensé que no iba a llegar a tiempo, el tráfico está horrible.

Tus palabras son silencio en que veo, de reojo, la sombra de tu tristeza. Desearía que fueran años los que nos separan de nuestro último encuentro, pero sé que el tiempo solar no se maneja como yo quisiera y que apenas ayer te tocaba para que el mundo naciera otra vez.

-Supongo que sabes la razón de esta cita…
-Tengo mis sospechas, pero no te sabría decir del todo. Háblame.

Y tomas tus manos, frotándolas como siempre. Te muerdes ligeramente el labio inferior mientras tu mirada recorre mi brazo lentamente, como la luz de la mañana. No sé porque aceptas y estás aquí de nuevo. No sé porque te pones tu vestido azul como si te fuera a levantar el viento para perderte en el cielo de nuevo. Algo dentro de nosotros muere. Y no te culpo porque los sueños no se tienen que parecer a la vida, ni puedes ir flotando por el mundo, como una burbuja, sin reventar alguna vez.

-¡Estoy tan feliz de que comencemos esto!
-Yo también. Incluso, por un segundo, creo que pude dejar de pensar. Pensar en lo que inevitablemente tiene que pasar…

Toco tu piel con la mirada y se convierte en mi tierra prometida. Una tierra en que me pierdo, pues es el laberinto de rey mahometano. Es esta tierra en la que no hay miedo de bajar al inframundo. Y cuando muera y vuelva para ser uno con el origen, cuando los gusanos se coman mis ojos y un árbol devore mis entrañas, puede que llegue a ser completamente feliz.

«El beso». Renè Magritte.

Opinión sobre un cuento.

No puedo olvidar las palabras de Roberto Bolaño, en las cuales me recordaba que el oficio del escritor es uno de los más miserables que puede haber. Ya me había dado cuenta un poco de ello en una noche en la que hablábamos sobre nuestros sueños y aquel chico me dijo que el mío era triste porque nunca me daría cuenta si en verdad se cumple.
Es cierto que no cualquier persona puede ser como el viejo de la película: se decía un “hombre sensible”. Debo admitir que me causó problemas la primera vez que lo escuché de un hombre tan hombre como este señor de piel antiquísima. No se supone que un hombre sea sensible, por lo menos no en México. Pero me di cuenta que hay personas que pueden llorar con las comedias románticas y otras con la visión de un joven ayudando a un ciego a encontrar su camino. Pero el hecho de ser una persona sensible no quiere decir que debes ser artista, de hecho la mayoría se convierten en médicos o en los pocos empresarios que se preocupan por sus trabajadores. O esa es la sensación que me da.
Yo tengo la certeza de que no tengo ninguna razón para estar haciendo esto, de que los poemas y las hojas y hojas que puedes encontrar por todos lados en este cuarto van a ser alimento de los animalitos de las paredes. Ya comenzaron devorando casi por completo a las “obscuras golondrinas” que nunca aprendí y el «..y ríase la gente» pegado en la pared. Tenían razón, es muy triste.
Otro chico habla de un salto, creo que entendí un salto de fe, más que un salto a la nada, a la manera de un existencialista francés. Y eso no deja de recordarme a Kierkegaard. Pero él lo hacía como ser humano, para ser más porque llegaría a ser uno son el Ser, tras la redención. Creo que nosotros también lo hacemos con la pretensión de ser, pero dejamos de ser un poco en el mundo real cada vez que un chico encuentra a sus padres muertos, o una niña convive con su ángel de la guarda o un sombrío personaje por fin se sobrepasa a sí mismo en un punto crítico. Diría el antiguo filósofo “creo porque es absurdo” y en este caso me encuentro creyendo porque es casi imposible. Si somos ríos, vamos creyendo que alimentándonos con diversos afluentes vamos a poder cambiar algo cuando lleguemos al mar.
Aunque también se pude decir que esto se hace por amor, por ello este sufrimiento que no se puede expresar de cualquier manera. Pero también la alegría de la herida que sana tomando un ungüento de la imaginación o quizás de sentir (sólo un poco) la sombra de ese éxtasis casi místico del hombre que puede ser como un dios, creando un mundo a su imagen y semejanza.
Pero no hay que ser pretenciosos, las artes y los demás oficios inútiles (hablando desde el materialismo, claro está) están llenos de pretenciosos. Y es parte de la miseria del principio, pues todos creen poder mover el mar, no importando que tan impetuoso (o no) sea el río. Aunque lo debe ser, la historia nos ha dicho que debe ser fuerte y estar bien alimentado por diversos afluentes, arrastrar los nutrientes de la tierra e, incluso, obtener algo de quienes beban de él. Pero ello no es lo más difícil, pues se trata de una parte del mismo amor; esa parte que es posesiva y que siempre existe.
Quizás la disyuntiva sea más importante de lo que uno piensa: sentir la hoja de un libro o sentir la hoja de un árbol. Pero al final parece no haber disyuntiva en un espíritu maduro, pues el amor por la literatura lleva una un enfrentamiento de la vida, porque en el salto se quiere ser y, como gran anhelo, dar paso al ser ya fuera de uno mismo.
Un filósofo una vez me dijo, al cuestionarlo por la decisión de su profesión: “Yo creo que es una de la profesiones de las que se necesitan a muy pocas personas y que las mismas sean las mejores que puede haber”. Claro que no respondió mi pregunta inicial nunca. El ánimo de muchas personas por algo tan idealizado como escribir lleva a pensar que también en estos casos debe ser para pocas personas. Pero si lo pensamos un poco más no hay razón alguna para exaltarse, pues el terreno y demás circunstancias terminan modificando a los ríos. Persistirán los más testarudos y, con mucha suerte, algunos fuertes y enamorados. Pero, ¿quién tendría la suerte de encontrar una ola al momento de su salida y poder, por un momento, mover el mar?
En fin, tu cuento me parece poco logrado. La alegoría de la persona y su conciencia no guarda coherencia con el sentido que se había tomado en el transcurso de la obra. El final resulta sorpresivo por esta falta de coherencia en el texto e incluso, en el caso de que la falta de coherencia fuera intencionado, no se logra efecto alguno pues ésta no es la mayor característica del “cuento”. Me parece una prosa descuidada por la constancia en las cacofonías y las referencias (en apariencia cultas) dan al texto la apariencia de un pastiche.

Deberías practicar una docena de meses e intentar de nuevo.  Pero ojalá no.

El espíritu de nuestro tiempo.- Raoul Haussman

Cuento de amor #352

-Quizás jamás me había enamorado antes.
Martha se tomaba las manos con vanidad, sintiendo la suavidad que aún conservaba y complaciéndose en mirar de reojo la blancura que deslumbraría a más de un hombre en otros tiempos. Yo estaba ahí para hablar sobre literatura. El periodismo cultural nunca ha dejado dinero pero me conformaba con conocer a todas aquellas personas que habían creado mundos que a mí me parecían increíbles.
La noche anterior había concertado la entrevista. Todos en el medio, e incluso los mismos lectores, sabían que Martha Juáuregui  no daba entrevistas y mucho menos a los jóvenes que parecían estar experimentando en la profesión y no ser verdaderos periodistas literarios. Conocía lo que Martha había escrito: novelas típicas del siglo pasado en las que la mujer heroína tenía un papel preponderante en un mundo de hombres y, aún  más importante, en un mundo fantástico. A diferencia de las demás autoras que yo metía en el mismo cajón, me gustaba porque pareciera que Silvina Ocampo le había enseñado a escribir y había aprendido mal, siendo irreverente y mucho más divertida que la mayoría que prefiere la solemnidad francesa.
Y a pesar de la vanidad con la que me habló, mientras terminaba la primera taza de café, de su última novela no se tocó demasiado la literatura. Pero me equivoco.
En el tiempo de espera callamos. Pude ver cómo observaba la taza blanca manchada del carmín de sus labios, como si estuviera en algún lugar muy lejos. Yo estaba impactado por la fuerza en la personalidad de aquella mujer que dominaba su voz y aquella mirada dura para dominar a cualquiera frente a ella. Cuando la pequeña mesera llegaba con la segunda taza blanca fue que soltó la frase. 
Desde entonces lo único que pude hacer durante el resto de la entrevista fue escuchar.
-Quizás jamás me había enamorado antes.- repitió ante la sorpresa en mi rostro- Hace mucho tiempo que no venía a este café. De hecho es la segunda vez que vengo. Dice el tango que veinte años no son nada pero yo nunca les he creído a los artistas. Me ha tomado  poquitito más de dos nadas volver a este sitio.  Todo lo que he hecho es sólo un remanente de aquella generación de mitad de siglo, yo venía a leer cuentitos y poemas de ellos en un lugar diferente, en donde nadie me pudiera conocer. Pero Clara estaba allí sentada con un joven que yo no conocía y al cual no quería conocer, hasta un poco después. Toda la culpa fue de Clara, porque si estaba en una cita tenía que saludar y seguir, no tenía que venir a mi lugar y obligarme a conocerlo.
No era el hombre más guapo que hubiera visto en mi vida, pero tampoco era alguien que podía pasar desapercibido. Su cabello largo y, debo de admitir, más cuidado que el mío hacía un contraste extraño con su ropa de niño bien. Movía las manos al hablar y sonreía  irónicamente cuando Clara no comprendía alguna de mis referencias tan ñoñas.
No me daba cuenta de todo lo que estaba pasando y eso me preocupaba. En un instante vi cómo el libro había escapado de mis manos y cedía ante aquellas manos tostadas al sol y fuertes. Era la época en la que leía a Rosario Castellanos y me aburría con el pueblo que creaba Elena Garro con sus generales y sus prostitutas. Mientras caía un mechón de su cabello como una guadaña negra sobre su mejilla me decía a mí misma muy bajito: “Poesía no es él”. Pero la risita nerviosa me traicionó e hizo que por primera vez aquellos ojos se dirigieran hacia mi mirada. No supe cuánto tiempo fue el que estuve en aquel embeleso, con aquellos ojos en los que se podía guardar toda la ternura del mundo, pero también eran fieros y poseían las miradas de una forma inesperada como me ocurrió en aquel momento. Creo que no hace falta aclarar que Clara había ido al baño.
Cuando regresó comenzó a reírse y a vociferar que estaba toda roja. La vergüenza y el enojo no ayudaron en mi esfuerzo de volver a mi color normal, bien me podría haber ido de ahí azotando la puerta pero no me podía mover. Creo que tardó más de un par de segundos en darse cuenta de lo que acababa de decir y lo que estaba pasando, y tomó mi libro de entre  las manos de Arturo en medio de una serie de palabras que para mí no tenían sentido. Cambió mi libro por sus manos y el rictus en la boca de Arturo por una pequeñísima sonrisa que quedó tras de un beso. Yo volteé en el momento, fingiendo estar absorta en la actividad de Bucareli como si desde lejos pudiera ver la hora en el Reloj Chino.
Sólo en ese momento estaba lo suficientemente incómoda como para tomar mi bolsa, libros y demás e irme pero Clara insistió: “¡Hace tanto que no nos vemos! Sólo un momento  más, hasta que Arturo termine con su café y me puedes contar, mientras, todo lo que ha pasado en la facultad desde el semestre pasado.” En la ventana pasaba un hombre, caminando cada vez más despacio y siempre con la mirada fija en mí. Cuando casi se detuvo a unos centímetros de mi rostro colorado, del otro lado del cristal, la mirada de Arturo se transformó en un par de saetas de fuego. Recuerdo cómo cerraba sus manos morenas sobre el blanco mantel  formando un par de puños que me parecieron enormes. Clara estaba furiosa pues la habíamos ignorado en la mitad de su plática. “¿Ya te acabaste eso? No importa, ya vámonos.” Llamó a gritos a la mesera diminuta para pedir la cuenta.
Arturo me buscó un par de días después. Claro está que nos vimos en otro café, casi fuera de la ciudad. No podía dejar de mirarlo, buscaba su mirada como si se hubiera convertido en una necesidad y me sorprendía a mí misma gozando de la sensualidad de sus labios. Todavía al día de hoy me sorprendo de que no haya tenido consecuencia la taquicardia de aquel momento, especialmente cuando su mano recorrió el mantel, esta vez cuadriculado, y tocó la mía. Un estremecimiento me tomó de los pies a la cabeza.
Yo en ese momento sólo pensaba en lo extraño del hecho. Clara no era mi mejor amiga y siempre había valorado la amistad sobre cualquier hombre, pero ahora no podía pensar más en Clara y me justificaba constantemente culpándola de este episodio. Además, no había ninguna razón para pensar que yo fuera más bonita que Clara, lo cual hacía que esto no tuviera ningún sentido, pero así son las cosas lindas de la vida. Pensaba en todas las relaciones que antes había tenido, las cuales no creía demasiadas, pero  más que las que habían tenido la mayoría de mis amigas. Sentía que nunca más podría soltar aquella mano tibia, sólo habíamos estado unos momentos solos y ya me regocijaba con el sonido de su voz, en la forma de cada una de sus palabras llagando hasta mis oídos. En aquel momento me hubiera podido prometer bajar el cielo y cargar la tierra sobre sus hombros y yo lo hubiera creído, no era como si el mundo se hubiera detenido sino que ahora él era todo el mundo.
Ni siquiera recuerdo si había gente o si pagamos los cafés que nos tomamos. Yo llevaba una falda blanca y su camisa era también de ese color. Cuando salimos del café ya su brazo tomaba mi cintura y yo sentía estremecerme con la mínima presión en mi cuerpo. Quizás mi maldición sea pensar demasiado y mi tragedia ameritaba que en aquel éxtasis pasara, llegando como nube en el cielo más claro, una pegajosa idea por mi mente. Tomada por su brazo me sentí pequeña, sólo dependía de él, de su mirada que se extendía sobre mí como el cielo, de su camisa blanca, de su sonrisa a medias de su cabello negro. No podía ser tan pequeña, la única persona de la cual debía depender era yo misma. La idea actuó al instante en mi cuerpo y sentí cómo su rostro con desconcierto se acercaba hacia mí al sentir mi rechazo. En la acera, tomada por aquellos brazos que fueran columnas sosteniendo a todo el universo me sentí cada vez más insignificante y un nerviosismo creciente se fue apoderando de mí. Ahora la sensualidad de sus labios se había convertido en amenaza inminente, la luz del cielo desaparecía tras aquella negra cabellera y yo me quedaría en las penumbras. El nerviosismo había pasado a miedo y  el miedo se había convertido en pánico.
Todo pasó demasiado rápido. No sé si llamar suerte al hecho de que el conductor de aquel auto estuviera ebrio y cargara con toda la culpa. Recuerdo muy bien el rojo manchaba su camisa blanca y pequeñísimos puntos pintando mi falda.   Supongo que ya habrá salido de la cárcel o murió antes de poder hacerlo. Todavía en las noches de insomnio y en lo más hondo de mi subconsciente sé que yo tuve toda la culpa. Quizás es por eso que ya sólo sueño gente que ya murió… o porque he envejecido.

Martha no terminó el segundo café. Hasta el día de hoy me arrepiento de no haber dicho ninguna palabra, pues tengo la firme creencia de que ello hubiera solucionado algo, aunque no sé qué. Sólo quedó una taza blanca, con café hasta la mitad,  manchada de carmín, descansando sin tiempo sobre el blanco mantel. 
s/n. Konstantin Razumov.

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