-Quizás jamás me había enamorado antes.
Martha se tomaba las manos con vanidad, sintiendo la suavidad que aún conservaba y complaciéndose en mirar de reojo la blancura que deslumbraría a más de un hombre en otros tiempos. Yo estaba ahí para hablar sobre literatura. El periodismo cultural nunca ha dejado dinero pero me conformaba con conocer a todas aquellas personas que habían creado mundos que a mí me parecían increíbles.
La noche anterior había concertado la entrevista. Todos en el medio, e incluso los mismos lectores, sabían que Martha Juáuregui no daba entrevistas y mucho menos a los jóvenes que parecían estar experimentando en la profesión y no ser verdaderos periodistas literarios. Conocía lo que Martha había escrito: novelas típicas del siglo pasado en las que la mujer heroína tenía un papel preponderante en un mundo de hombres y, aún más importante, en un mundo fantástico. A diferencia de las demás autoras que yo metía en el mismo cajón, me gustaba porque pareciera que Silvina Ocampo le había enseñado a escribir y había aprendido mal, siendo irreverente y mucho más divertida que la mayoría que prefiere la solemnidad francesa.
Y a pesar de la vanidad con la que me habló, mientras terminaba la primera taza de café, de su última novela no se tocó demasiado la literatura. Pero me equivoco.
En el tiempo de espera callamos. Pude ver cómo observaba la taza blanca manchada del carmín de sus labios, como si estuviera en algún lugar muy lejos. Yo estaba impactado por la fuerza en la personalidad de aquella mujer que dominaba su voz y aquella mirada dura para dominar a cualquiera frente a ella. Cuando la pequeña mesera llegaba con la segunda taza blanca fue que soltó la frase.
Desde entonces lo único que pude hacer durante el resto de la entrevista fue escuchar.
-Quizás jamás me había enamorado antes.- repitió ante la sorpresa en mi rostro- Hace mucho tiempo que no venía a este café. De hecho es la segunda vez que vengo. Dice el tango que veinte años no son nada pero yo nunca les he creído a los artistas. Me ha tomado poquitito más de dos nadas volver a este sitio. Todo lo que he hecho es sólo un remanente de aquella generación de mitad de siglo, yo venía a leer cuentitos y poemas de ellos en un lugar diferente, en donde nadie me pudiera conocer. Pero Clara estaba allí sentada con un joven que yo no conocía y al cual no quería conocer, hasta un poco después. Toda la culpa fue de Clara, porque si estaba en una cita tenía que saludar y seguir, no tenía que venir a mi lugar y obligarme a conocerlo.
No era el hombre más guapo que hubiera visto en mi vida, pero tampoco era alguien que podía pasar desapercibido. Su cabello largo y, debo de admitir, más cuidado que el mío hacía un contraste extraño con su ropa de niño bien. Movía las manos al hablar y sonreía irónicamente cuando Clara no comprendía alguna de mis referencias tan ñoñas.
No me daba cuenta de todo lo que estaba pasando y eso me preocupaba. En un instante vi cómo el libro había escapado de mis manos y cedía ante aquellas manos tostadas al sol y fuertes. Era la época en la que leía a Rosario Castellanos y me aburría con el pueblo que creaba Elena Garro con sus generales y sus prostitutas. Mientras caía un mechón de su cabello como una guadaña negra sobre su mejilla me decía a mí misma muy bajito: “Poesía no es él”. Pero la risita nerviosa me traicionó e hizo que por primera vez aquellos ojos se dirigieran hacia mi mirada. No supe cuánto tiempo fue el que estuve en aquel embeleso, con aquellos ojos en los que se podía guardar toda la ternura del mundo, pero también eran fieros y poseían las miradas de una forma inesperada como me ocurrió en aquel momento. Creo que no hace falta aclarar que Clara había ido al baño.
Cuando regresó comenzó a reírse y a vociferar que estaba toda roja. La vergüenza y el enojo no ayudaron en mi esfuerzo de volver a mi color normal, bien me podría haber ido de ahí azotando la puerta pero no me podía mover. Creo que tardó más de un par de segundos en darse cuenta de lo que acababa de decir y lo que estaba pasando, y tomó mi libro de entre las manos de Arturo en medio de una serie de palabras que para mí no tenían sentido. Cambió mi libro por sus manos y el rictus en la boca de Arturo por una pequeñísima sonrisa que quedó tras de un beso. Yo volteé en el momento, fingiendo estar absorta en la actividad de Bucareli como si desde lejos pudiera ver la hora en el Reloj Chino.
Sólo en ese momento estaba lo suficientemente incómoda como para tomar mi bolsa, libros y demás e irme pero Clara insistió: “¡Hace tanto que no nos vemos! Sólo un momento más, hasta que Arturo termine con su café y me puedes contar, mientras, todo lo que ha pasado en la facultad desde el semestre pasado.” En la ventana pasaba un hombre, caminando cada vez más despacio y siempre con la mirada fija en mí. Cuando casi se detuvo a unos centímetros de mi rostro colorado, del otro lado del cristal, la mirada de Arturo se transformó en un par de saetas de fuego. Recuerdo cómo cerraba sus manos morenas sobre el blanco mantel formando un par de puños que me parecieron enormes. Clara estaba furiosa pues la habíamos ignorado en la mitad de su plática. “¿Ya te acabaste eso? No importa, ya vámonos.” Llamó a gritos a la mesera diminuta para pedir la cuenta.
Arturo me buscó un par de días después. Claro está que nos vimos en otro café, casi fuera de la ciudad. No podía dejar de mirarlo, buscaba su mirada como si se hubiera convertido en una necesidad y me sorprendía a mí misma gozando de la sensualidad de sus labios. Todavía al día de hoy me sorprendo de que no haya tenido consecuencia la taquicardia de aquel momento, especialmente cuando su mano recorrió el mantel, esta vez cuadriculado, y tocó la mía. Un estremecimiento me tomó de los pies a la cabeza.
Yo en ese momento sólo pensaba en lo extraño del hecho. Clara no era mi mejor amiga y siempre había valorado la amistad sobre cualquier hombre, pero ahora no podía pensar más en Clara y me justificaba constantemente culpándola de este episodio. Además, no había ninguna razón para pensar que yo fuera más bonita que Clara, lo cual hacía que esto no tuviera ningún sentido, pero así son las cosas lindas de la vida. Pensaba en todas las relaciones que antes había tenido, las cuales no creía demasiadas, pero más que las que habían tenido la mayoría de mis amigas. Sentía que nunca más podría soltar aquella mano tibia, sólo habíamos estado unos momentos solos y ya me regocijaba con el sonido de su voz, en la forma de cada una de sus palabras llagando hasta mis oídos. En aquel momento me hubiera podido prometer bajar el cielo y cargar la tierra sobre sus hombros y yo lo hubiera creído, no era como si el mundo se hubiera detenido sino que ahora él era todo el mundo.
Ni siquiera recuerdo si había gente o si pagamos los cafés que nos tomamos. Yo llevaba una falda blanca y su camisa era también de ese color. Cuando salimos del café ya su brazo tomaba mi cintura y yo sentía estremecerme con la mínima presión en mi cuerpo. Quizás mi maldición sea pensar demasiado y mi tragedia ameritaba que en aquel éxtasis pasara, llegando como nube en el cielo más claro, una pegajosa idea por mi mente. Tomada por su brazo me sentí pequeña, sólo dependía de él, de su mirada que se extendía sobre mí como el cielo, de su camisa blanca, de su sonrisa a medias de su cabello negro. No podía ser tan pequeña, la única persona de la cual debía depender era yo misma. La idea actuó al instante en mi cuerpo y sentí cómo su rostro con desconcierto se acercaba hacia mí al sentir mi rechazo. En la acera, tomada por aquellos brazos que fueran columnas sosteniendo a todo el universo me sentí cada vez más insignificante y un nerviosismo creciente se fue apoderando de mí. Ahora la sensualidad de sus labios se había convertido en amenaza inminente, la luz del cielo desaparecía tras aquella negra cabellera y yo me quedaría en las penumbras. El nerviosismo había pasado a miedo y el miedo se había convertido en pánico.
Todo pasó demasiado rápido. No sé si llamar suerte al hecho de que el conductor de aquel auto estuviera ebrio y cargara con toda la culpa. Recuerdo muy bien el rojo manchaba su camisa blanca y pequeñísimos puntos pintando mi falda. Supongo que ya habrá salido de la cárcel o murió antes de poder hacerlo. Todavía en las noches de insomnio y en lo más hondo de mi subconsciente sé que yo tuve toda la culpa. Quizás es por eso que ya sólo sueño gente que ya murió… o porque he envejecido.
Martha no terminó el segundo café. Hasta el día de hoy me arrepiento de no haber dicho ninguna palabra, pues tengo la firme creencia de que ello hubiera solucionado algo, aunque no sé qué. Sólo quedó una taza blanca, con café hasta la mitad, manchada de carmín, descansando sin tiempo sobre el blanco mantel.
 |
| s/n. Konstantin Razumov. |