Sara

«Bienes Congelados», Diego Rivera.
“Me gustas cuando sales de mi guitarra, despacito en un arpegio de  mis largas uñas. Me gustas en el momento que volteas y el mundo se voltea contigo, porque eres el universo mismo.”
Sara no sintió a Omar detrás de ella, fue la sonora carcajada lo que la hizo voltear.
-¿No crees que ya estás grandecita para esas cartas de amor? Lo que se hace a tu edad es otra cosa, que si me dejaras…
La mano de Sara marcó un rojo en la mejilla de Omar. Ella no lo había hecho por el atrevimiento del hombre (eso era lo de menos), sino que estaba apenada por de más de que alguien la descubrió escribiendo, sobre todo “eso”. No podía sacarse de la cabeza que a partir de ese día sería el hazme reír de la oficina. “Incluso si no trabajara con puros hombres me pasaría eso. No puedo dejar que se sepa.”
Aquella tarde, cuando volvía a su casa decidió, como los últimos días, dar un rodeo para verlo de nuevo. El viento frío que soplaba desde el norte se estrelló en su frente y le hizo pensar que quizás debería ir a casa y dejarse de tonterías, pero sus pies siguieron caminando sin obedecer a su pensamiento, como existiera el Destino. Metió las manos en la gabardina después de sujetar su obscuro cabello y observó desde lejos.
Le gustaba que la viera acercándose, siempre creyendo ver directo a los ojos oscurísimos del hombre que descansaba en la banca del parque. A Sara no le daba miedo  o vergüenza, desde la primera vez supo que era completamente inofensivo y le gustaba imaginar que una mujer le había arrancado el alma de un tirón y ella podría compartir un pedacito de la suya. Él se levantaba y la observaba al rostro, con su mirada acariciando sus labios y subiendo de nuevo por la fina nariz hasta una mirada que lo desafiaba. Era en ese momento que ella volteaba la mirada y pasaba frente a él, calculando caminar suficientemente cerca para dejar su perfume en los recuerdos del hombre. Finalmente, el indigente volvía a tomar asiento y observaba cómo aquella mujer con olor a rosas y violetas se alejaba, con el ocaso iluminando la mitad izquierda de aquel bello rostro. El parque relajaba su ambiente a la salida de Sara y ella soltaba un suspiro.
Aquella tarde pensaba en la muerte del caudillo que salvaría a México, en la réplica de su mano que descansaba como en el fondo de alguna cueva en donde los adolescentes que salían de la secundaria iban a besarse y un poco más. Quizás ahí dormiría su hombre (porque era suyo por el simple hecho de “verlo antes que nadie”), junto a una mano de un material extraño y en medio de la basura que se llevaba constantemente desde el exterior. A ella no le importaba que fuera un vago, o  que estuviera sucio, o el olor que pudiera molestar a tantas personas. En los ojos oscurísimos encontraba al aventurero que veía por televisión cuando era una niña y al caballero que dejaba a una princesa por su amor verdadero en una dama de menor rango y a su papá tomándola de la mano y diciendo: “siempre voy a quererte”.
Despertó en la noche, estaba obscuro y hacía mucho frío. Cuando despertó por completo y salió de su aturdimiento se sorprendió al ver la puerta de su apartamento abierta. El miedo la asaltaba y corrió a prender la luz de la sala, pero el interruptor no funcionó. Sólo la iluminaban las luces de la ciudad que entraban por el gran ventanal de su sala y la luz blanca, mortecina, que entraba por la puerta desde el pasillo. En aquel momento no supo que hacer, su cuerpo no respondía al momento que en su mente se había desatado una tormenta de pensamientos.
La despertó el sonido de un golpe. Se repetía de nuevo y de nuevo. Eran piedras que golpeaban el cristal de su ventanal. Ella no se quería mover, pero tenía miedo de que se rompiera el cristal y tenía miedo de lo que estuviera afuera. El mismo miedo que la había paralizado pareció darle las fuerzas para ir hasta la ventana. Había una sombra debajo de un olmo que crecía rompiendo la banqueta con sus raíces. Nadie gritó, la voz era clara y fuerte, pero nunca gritó. La voz le dijo: “Sara. Estate segura de que no te volverá a molestar nunca más”.
A la mañana siguiente aparecía muerto el oficinista Omar Hernández en un parque que tenía un monumento al último caudillo que fue asesinado.

Obscuridad

Josué creía ser feliz. Mientras caminaba por las mañanas para llegar a la Facultad pensaba que tenía muchas cosas que otras personas no tenían. Pensaba en su novia y aquel trasero que siempre le gustaría, pensaba en la oportunidad de dedicarse a conocer, pensaba en sus amigos que lo llamaban los fines de semana y, ya en la madrugada, le dirigían cariñosas palabras con olor a alcohol y tabaco.
Pensaba en las preguntas que hacía Diana, preguntas que a veces le molestaban porque no se puede estar pensando siempre en los demás o el nombre de los árboles que se encuentran a tu paso. Una de aquellas preguntas era sobre su lugar favorito y él prefirió callar y cambiar la conversación en aquel momento, pero ahora pensaba sobre ello con la vergüenza de no haberlo hecho antes. En el movimiento mecánico de cruzar la calle frente a la luz verde sus ojos captaron el blondo cabello de una chica que iba en sentido contrario a su caminar, fue en ese momento que decidió que su lugar preferido era su cuarto. “La sólida puerta de cerezo es mucho más eficiente que las paredes para aislar el ruido exterior y sólo un pequeño haz de luz puede entrar debajo de la puerta. Es un lugar obscuro y cálido”. Josué definió que era su lugar preferido del universo por ello, y pensaba que quizás le gustaba tanto por ser como estar en el útero.
Josué no fue ese día a la Facultad pues decidió volver sobre sus pasos y descubrir el nombre de la rubia que se había cruzado en su camino. Él se distinguía de los demás chicos por su mirada fiera y la confianza que externaba en cada uno de sus movimientos.
“¿Cómo te llamas?”, la chica volvió la mirada hacia el rostro expectante del chico, pero al instante regresó su lindo rostro hacia el frente. Bajó la cabeza y, mientras sus manos comenzaban a temblar y sudar muy poco, respondió con acento que sorprendió al chico: “Rachel, mi nombre es Rachel”. Josué se dio cuenta de la timidez de la chica, él la había visto antes pero siempre sola leyendo algún libro a la sombra de un árbol o escribiendo con los auriculares puestos. “Mucho gusto”, le dijo con la voz una voz que pudiera hacerla reaccionar y le estrechó la mano como saludo.
Con frecuencia Rachel le decía lo que no sabía expresar en español en inglés y comenzó a tomar confianza en Josué desde que este la hizo reír. Era bueno para ello y sabía que todo iba a ir bien desde que ella lo pudo ver a los ojos como él la veía. Pero Diana vino a su mente y la pesadez en la conciencia cayó, pero él se sobrepuso porque no tenía qué hacer las próximas cinco horas y aquellos ojos verdes que huían constantemente de su mirar fiero lo habían atrapado. Recordó a Diana porque planeaba comer con la güerita y después hacerle preguntas molestas hasta llegar a lo del lugar favorito. Era un buen plan para que la chica conociera qué tan tibio podía ser su lugar favorito.
Rachel caminaba y cada cierto tiempo se quedaba en silencio, viendo a la nada, y sacudía su bella cabeza. Luchaba consigo mismas porque no podía estar con aquel chico en aquel momento. Pero de nuevo veía la forma en la que le contaba las maravillas de la ciudad y la miraba a los ojos mientras, como si fuera un accidente rozaba su brazo. Rachel no quería estar allí pero se sentía feliz por primera vez desde que dejó su hogar. Rachel tenía demasiadas rezones para no tratar a ningún chico, tenía que mantenerse sola si quería no hacerle daño a las personas, pero ¿cómo luchar contra la felicidad?
Todo el día estuvieron juntos. Ella se excusaba a cada momento para no ir a comer con Josué, pero ya hacia un par de horas que el sol había estado en su cénit y Rachel aceptó ir a comer. Subieron a un taxi y la chica extendió un papelito al taxista el cual no pronunció una sola palabra en todo el viaje, limitándose a señalar con el dedo las cifras iluminadas en rojo del taxímetro. Para ese momento Josué no podía dejar de ver a Rachel. Cada nueva sonrisa le parecía más perfecta y la forma en la que movía sus manos al hablar le parecía parte de una coreografía onírica. Los rizos dorados le parecían más hermosos a medida que el sol iba cayendo y detenía la mirada a cada momento en aquel cuello esbelto e inmaculado. Por eso es que no se dio cuenta del desplazamiento de auto y se sintió desorientado al bajar del mismo. Pero, haciendo que el corazón del chico latiera con tremenda fuerza, Rachel lo tomó de la mano y lo hizo entrar en un restaurante. Él no lo conocía. Era un lugar sombrío ya después del ocaso y la iluminación asemejaba demasiado a la luz de las velas, aunque no se podía encontrar la procedencia de la iluminación. Él se felicitó por dentro, ya que todo iba de maravilla: ella había dado el primer paso del contacto directo y esta velada parecía de lo más prometedora. Por primera vez en todo el día Josué llevó su mirada hacia los jeans que iba delante de él tomándolo por la punta de los dedos y le pareció que su corazón se detenía por un momento y recomenzaba su labor con una fuerza imposible.
Comieron sin hablar. Josué parecía olvidarse del mundo y de sí mismo sentad en aquella mesita con un espagueti y un mantel a cuadros de colores inverosímiles. Con aquella iluminación el verde de los ojos de Rachel eran como el fuego de una noche fría cuando él era niño, el rojo de sus labios le parecía insoportable y volteaba a verla por intervalos con impotencia y asombro.
“What´s wrong?”, exclamó Rachel como tratando de despertarlo. Fue entonces que Josué procedió a hacer las preguntas que hacía su novia cuando no tenían de qué hablar, dejando a la chica confundida ante aquellas preguntas que la hacía pensar de más. Josué comenzó a recuperar la confianza, misma que fue golpeada por confusión y extrañeza ante la respuesta de Rachel cuando la cuestionaba sobre el sueño de su vida. “Tener un hijo”, le dijo Rachel con toda claridad. Josué la vio a los labios durante algunos instantes y después soltó una carcajada como si hubiera escuchado una broma. Pero Rachel lo confirmó, lo que más deseaba en la vida era tener un hijo, sobre todo un hijo varón.
Josué lo dudó, pero al le afirmó que él podía ayudar a que cumpliera su sueño. Al instante comenzaron a brillar los ojos de Rachel y esbozó una gran sonrisa. Lo tomó de la mano y salieron de aquel lugar. A pesar de lo emocionado que se encontraba Josué no pudo dejar de notar que absolutamente todo estaba como cuando entraron a aquel restaurante. Cuando salió sintió que su cuerpo salía de una inmensa compresión y respiró como si no lo hubiera hecho en mucho tiempo.
Se dio cuenta de que estaba apenas a algunas cuadras de su departamento y no iba a esperar al trasporte. Así que tomó la delicada mano de la chica y la llevó hasta su departamento sin hablar, parecía que el mundo se había detenido alrededor de ellos. Sólo cuando entraban al edificio le murmuró que la llevaría a su cuarto, el cual era su lugar favorito en todo el universo, Rachel se rio y le murmuró algo que el joven no alcanzó a comprender.
Se besaron en la sala. Josué gozaba la extrema suavidad de la piel en el cuello, en las mejillas, mordía los labios rojos y respiraba cada vez más rápido. Las manos de Rachel eran precisas y recorrían la espalda del joven causando una nueva sensación a cada momento, mordía la piel de Josué y se estremecía al sentir sus manos fuertes recorriendo su cuerpo. Así llegaron a la puerta de la habitación del chico y, repentinamente, Rachel se separó del él. “Tengo que ir al baño”, le decía con una sonrisa en el rostro mientras él recuperaba el aliento y le indicaba que la esperaría ahí dentro.
Por costumbre Josué cerró la puerta tras de sí y le extraño que no se prendiera la luz cuando presionó el interruptor. Se sintió solo en la más densa obscuridad, no podía ver su mano frente a su rostro y volteó para tratar de encontrar la línea fosforescente del interruptor pero no la encontró y comenzó a ponerse nervioso. Comenzó a caminar un poco inclinado y con las manos hacia el frente para encontrar su cama, le sorprendía no tropezarse con los zapatos que siempre estaban tirados en aquel camino. Del nerviosismo pasó al miedo al seguir caminando y no encontrar su cama. Quizás habría errado el camino pero tampoco encontraba el librero o la mesita al lado de su cama, ni alguna pared. Tratando de controlarse recordó que detrás de sí siempre había estado la puerta así que sólo tenía que voltear para encontrar el haz de luz debajo de la misma y todo iba a estar bien, pero no había ninguna luz. Comenzó a girar y a voltear desesperadamente tratando de encontrar el haz de luz pero no veía nada. Fue entonces que cayó presa del terror y, con el último pensamiento lúcido que le quedaba, creyó que si corría tenía que llegar a alguna de las paredes, no le importaba hacerse daño. Corrió pero no había nada, no su cuerpo sólo tocaba su ropa y el suelo en el que se desplazaba, estaba en medio de la nada.
Josué estaba fuera de sí. Había olvidado a Diana, a sus amigos, la Facultad e incluso a Rachel. Lo único que quería era encontrar algo, salir de aquella nada. Pero todo lo que pudo hacer fue gritar, gritaba lo más fuerte que su cuerpo le permitía, hasta que ya no pudo más y los gritos se transformaron en gemidos mientras él lloraba incansablemente. Josué estaba llorando en el suelo en medio de aquella nada, en un lugar cálido y completamente obscuro. Lentamente se recostó de lado y tomó sus rodillas con ambas manos, encogiéndose sobre sí mismo. Pudo salir de aquel lugar sólo después de nueve meses.

Prometeo de José de Ribera.

María.

-Cuando desperté el ángel ya no estaba ahí. Porque hablando y soñando se nos pasa la vida, y sí que hacemos cosas pero no nos damos mucha cuenta y nunca serán tan grandes como nuestros sueños y nuestras palabras. Una mujer de grandes palabras hablaba de que la grandeza de el homérico Aquiles residía en que sus palabras eran como sus proezas, por eso hace berrinche casi todo el poema.
Pero hay momentos en la vida que más nos valdría no vivirlos sin saber de anticipado que van a pasar. Y es que más valdría porque no estamos preparados para capturarlos con todos nuestros sentidos y al final decir: «aquello fue verdaderamente mío».
No la quiero aburrir señorita, el hecho es que esas lágrimas son necesarias, pero al final se dará cuenta de que no vale la pena más.
-Muchas gracias señora. María sonríe directo a la mirada de la anciana.
-Yo también lloré por amor. Me refiero a el amor que se tiene a otros y el amor que nos tenemos a nosotras mismas. «Como me ves te verás», me decía mi abuela cuando caminaba demasiado rápido para que fuera a mi paso o cuando ella encontraba en lo profundo de mis actitudes algún desprecio por su vejez. No puedo decir que ahora la entiendo pero me gustaría decir ¡qué bonitas eran las palabras antes!
María comenzó a extrañarse de aquella mujer. Parecía cualquier pensionada a la que se le iban las horas en cuidar a sus mascotas y hacer «las cosas que siempre quiso hacer». Pero todo cambiaba cuando abría la boca y hablaba. Los ademanes de aquella mujer casi centenaria se volvían exagerados y sus ojos buscaban constantemente la mirada de la chica. Al principio tuvo una sensación de ternura cuando la mujer se acercó a consolarla, pero ya no. Se levantó de la banqueta e intentó despedirse sin poder hacerlo porque la anciana seguía hablando cada vez más rápido y cada vez más fuerte. A María le extrañaba que nadie a su alrededor se percatara de aquella mujer al borde de un colapso nervioso, y sólo pareció importarle a la mujer de la fondita de junto, a los corredores del parque que estaba enfrente, al policía de tránsito que comía una torta de tamal en la esquina, a un taxista que dormitaba dentro de su vehículo y a la anciana misma, cuando María gritó lo más fuerte que pudo: ¡Ya!
Los rostros voltearon como movidos por un mecanismo que les brindaba un movimiento exactamente sincronizado.
 Lo siguiente fue un silencio desértico, las manos temblorosas y la cara colorada de María. Vio a la vieja que permanecía en silencio pero como si no la conociera ni pudiera generar expresión alguna. María sentía que pasaban siglos en aquel instante y buscaba cualquier razón con la cual excusarse. De repente llegó a su cerebro y se trasladó a su lengua como un relámpago.
-Señora, ¿por qué comenzó con aquello de «Cuando desperté el ángel ya no estaba allí»?
La señora comenzó, muy despacio, a hablar de nuevo con la fatalidad de la locomotora que tiene que cobrar cada vez mayor velocidad.
-Niña, quiero que primero tú me contestes algo, ¿por qué estabas llorando?
El rostro de María enrojeció de nuevo y sólo se pudo escuchar de ella su respiración. Con todo el alboroto había olvidado lo que la tenía triste, pero tras la pregunta lo recordó de nuevo y no quiso hablar más. Bajó su cabeza y comenzó a alejarse poco a poco con el cuerpo flojo; porque no iba a decir que no tenía dinero para comprarle un regalo a su padre.
-Se trata de mi nieto, ¡él se llamaba Ángel!
 Alcanzó a gritar la anciana cuando María doblaba la esquina y el policía olvidaba su desayuno por ver los jeans muy ajustados de la chica.

«Hermanas» De Eduardo Kingman.

Madrugada

“Te escribo en el alba que es la apertura de tu mirada. Te escribo para que me encuentres entre las hojas secas de tus recuerdos, y sonrías. Te escribo sacando la cabeza del hastío de la vida, en un esfuerzo que me revuelve las entrañas. Te escribo para que un día me quieras.”
Puse el punto final y me recosté sobre el suelo. Al sentir el frío bajo la espalda pensé en la posibilidad de enfermarme por enésima vez en el año, pensaba en muchas posibilidades. Levantarse antes del sol siempre me ha parecido deprimente porque puedes ver a las personas que caminan entre las sombras, ajenas a sí mismas. En el día por lo menos puedes mirar sus rostros y confiar en que tienen sueños reposando detrás de la memoria.
Yo también tengo sueños. Estas hojas que se han vuelto amarillentas a través del tiempo serán encontradas por un buen amigo, entonces el las llevará a un editor inteligente y algún hombre se encerrará frente a mis obras completas o una chica soltará una lágrima sintiendo que la conozco más que ella misma.
Para este tiempo ya sólo recuerdo nimiedades. ¡Mira que recordar los hormigueros del jardín de niños! Por eso es que creo que necesito un descanso, pero siempre estamos haciendo algo y siempre hay algo que dejamos de hacer. Entonces descansar no es dejar de hacer, sino hacer lo que me llene, lo que me recargue o lo que siempre quise hacer. Pero somos cobardes. Nadie se digna en saberse parte de un linaje de cobardes, mucho menos de gente fatigada por cobarde.
Pero tengo que tomar la taza de café, porque si gasto mi tiempo en cinco líneas no hay ducha matutina y es mejor llegar bien despierto al trabajo. Observo la mochila sobre la silla que la ha recibido desde hace tanto tiempo que ya lo veo en mis recuerdos entre la bruma. Está rota y sucia, pero no hay ninguna mujer que me señale los detalles de la vida ni hay niños que se puedan avergonzar de mí frente a sus amiguitos. Llevo años preguntándome: ¿cómo quitarle el olor a humedad y tabaco a este cuarto? ¿Cómo seguir a los demás sin renunciar a mí mismo?

Pero las respuestas no llegan. No llegan porque tengo que tomar mi chamarra, mi mochila y correo para no llegar tarde de nuevo el trabajo. No importa quemarme la boca y garganta con el café, el viento del invierno ya se siente afuera. No encuentro mis llaves. Los rituales de limpieza tiene cada vez menos importancia en mi vida, si no hablo con nadie ¿quién podría recriminar lo mucho que apesta mi boca? Miro el reloj ya frente a la puerta, y tengo que mirarlo de nuevo porque no recuerdo la hora. “¡Puta madre!”, abro la puerta y siento el frío de la madrugada. Pero antes de cerrar volteo hacia mi cuarto: una mesa con papeles y trastes sucios, una cama revuelta con libros debajo de ella, ropa sucia en la silla que no está vacía. Suspiro porque, probablemente, ya no vuelva.

Higuera.

La niña veía la higuera desde la ventana, la observaba y se perdía entre sus hojas. Estiraba su bracito y creía alcanzarla, y creía tocar con la punta de los dedos las palabras de su hombre.
Miriam vivía con su madre y la amaba, aunque algunas veces, cuando la veía tan cerca que contaba las rayitas de sus ojos, le parecía que no era su madre y sí una extraña con la que vivía. Por eso es que siempre le pedía a Dios y hacía cosas buenas consultando a los hombres sabios y viejos del templo.
Los pocos años de la vida de Miriam habían transcurrido en una paz remota, casi desértica. Pero se despertaba en medio de la noche con el peso en la mente de unas palabras que la molestaban. Ella no alcanzaba a comprender todas las cosas que su madre le decía, pero le molestaba porque hablaba muy fuerte, su rostro se alteraba y ya no le parecía bella como en los momentos en los que dormía o cuando miraba el cielo y no se daba cuenta de que Miriam la estaba observando.
Miriam dejó de sentir esa tensión en el alma y por primera vez conoció la carcajada. Fue una de las tantas tardes en que su madre fuera a la ciudad. Un hombre que caminaba muy despacio llegó y se recostó contra la higuera para resguardarse bajo la sombra del árbol. El hombre vestía con una túnica que pareciera hecha de piel de camello, atada a la cintura con un cordón. Miriam lo miraba desde la ventana, después se acercó con miedo. El miedo se la hizo gritar cuando el hombre despertó bruscamente sintiendo la cercanía de Miriam. La mano tibia del hombre se extendió para tomar la manita de la niña y, sólo entonces, Miriam destensó poco a poco los músculos de todo su cuerpo.
La chica llevó agua al hombre y éste hizo que la niña probara por primera vez la miel silvestre. “Vengo del otro lado del río. Yo también tengo una madre y me espera  en mi casa, además de mis hermanos que aprenden, como yo, la sabiduría de la palabra.” Por eso fue que Miriam le habló sobre las palabras de su madre, las cuales no entendía y le pesaban en el alma. Cuando Miriam terminó el hombre volteó a ver a la higuera sin fruto. Después permaneció con el rostro serio durante varios minutos; sonrió viendo a Miriam directo a los ojos y le dijo: “No tengas miedo ni estés triste. Tu madre sólo quería decir que eres como esta higuera que crece en medio de un clima tan seco”. Fue entonces que la niña comenzó a reír imaginándose con cuerpo de higuera: un hilito de risa que se fue convirtiendo en carcajada hasta que contagió al hombre que brillaba en sus ojos. Poco a poco se fueron apagando las risas hasta que volvió a reinar el silencio y permaneció durante un buen rato.
El hombre se levantó, como disponiéndose a partir, y tomó su arma y escribió en el tronco del árbol, justo a la altura de la mirada de la niña que se mantenía en pie desde el inicio del encuentro. Terminando le susurró al oído: “Está próximo el tiempo de que conozcas el significado de la Palabra”. Se marchó.
Ahora Miriam llevaba distintas palabras en caminándole en la mente. Pero estas palabras ya no la hacían despertarse en medio de la noche y era frecuente encontrarla en la ventana enarbolando la esperanza del día próximo.
La presencia constante de Miriam viendo hacia la higuera traía de nuevo las palabras de su madre, pero a ella ya no le importaban esas palabras sino las que vendrían en el día glorioso. La sorprendían las noches en la ventana pero llegó el día en el que vería a más personas de las que había visto jamás, considerando que sólo una vez había ido a la ciudad. Estaba a punto de comenzar la caída del sol y un sonido extraño llegó desde lejos. Eran muchísimas personas, las cuales llevaban al frente a un puñado de hombres que caminaban con más poder en el cuerpo que el resto de los que iban a vanguardia. Los veía aparecer desde lejos y su corazón se aceleraba cada vez más hasta llegar a un nivel de emoción indescriptible cuando pasó la idea fugaz, por su mente, de que aquel era el día del que había hablado el hombre. De la emoción pasó al terror cuando pudo ver más de cerca a todos los enfermos que eran llevados por otros hombres, mujeres y niños de igual o peor fisonomía. Se sintió extrañada cuando, entre los hombres y mujeres de la vanguardia, pudo reconocer a un muchacho que se parecía mucho a su hombre. Pero esta vez sentía compasión porque el muchacho parecía perdido cuando hablaba con quienes lo rodeaban y volvía los ojos como un loco, parecería que cargaba todas las penas del mundo. Ni siquiera la voz potentísima del muchacho hizo que Miriam le brindara la más grande misericordia que jamás había sentido. Siguió, con la mirada, al grandísimo desfile del donaire y padecer hasta que se perdieron a lo lejos. No entendió las palabras del muchacho.

Cuando Miriam salió de su emoción, y la posterior ensoñación que causaría, se dio cuenta de que su madre no estaba más en la casa y que la higuera se había secado. 

Bouguereau. La difícil lección.

Semblanza.

“No sé por qué  te cuento esto. Creí que ella llegó de un mundo raro, lo que me hizo creer la mentira de la canción. Pero después descubrí que se parecía a mí de la misma manera en la que todos los seres humanos nos parecemos mucho. La primera vez que la vi no fue muy especial: ella era una parte del paisaje como también lo eran las mariposas blancas y los edificios grises.
Muy pretencioso pero cierto. Desde entonces vivo en un laberinto de soledad, encontrándolo como el mejor nombre para mi estado ahora mismo.
No atinaría a describirla de una manera coherente (esa es mi maldición) porque he llegado a descubrir que ella existe más como idea que como persona, siendo más mía que del mundo, sin serlo en ese final entre yo y el mundo, en donde está la otra ella. Ella es una pequeñita que corre de la lluvia con sus huarachitos blancos, bajando una pendiente milenaria; ella es un hada onírica que atrapa las hojas que el cierzo, el austro y el bóreas van tirando, para conseguir un deseo tras juntar el número de la existencia; ella es el peligro inminente frente al insecto que no tiene más remedio que fingir la muerte.
Somos duración, dijo un francés que siempre pensé que era inglés, así que me perdonarás que no te pueda hablar bien de tiempos. Sólo una vez le dije que me fascinaba como la muerte a los animales que fingen no existir más. También quiero agregar mi último descubrimiento: si prometía algo era con la idea de que ella estaba en mi porvenir. Por eso es que me gusta recordar ese porvenir que no pude elegir.
Quedamos en que no (aunque pareciera) venía de un mundo raro, ni tampoco iba a Comala. No se movía tanto en el mundo como en sí misma, y en eso se parecía a mí y al general Aureliano. Habían veces que venía de un día en la canícula de hace varios años y otras veces venía de un aluna llena o de una estrella huidiza que tuviera en el cielo.”
El hombre de los lentes lo había dejado hablar tratando de no moverse, casi conteniendo la respiración en medio de la especie de trance que tomó al anciano mientras avanzaba en la semblanza. Tuvieron que pasar 5 minutos de pesado silencio para que el hombre de los lentes lo invitara a continuar. A el hombre de lentes, o el doctor Arellano, nunca le había gustado del todo el ambiente del hospital, a excepción de su consultorio. Los hospitales siempre olían a gente enferma y productos de limpieza. En este parecía sobreponerse el olor a enfermedad.
“Discúlpeme, no supe que más decir. Pero creo que sé qué es lo que sigue ahora. Pensar fue el problema. Estaba a dejarme caer, con confianza, por el precipicio para llegar a algo más parecido a una Caritas  que a cualquier manifestación del Eros, pero llegó la duda. El hecho era que no la conocía. Pensar sobre la relación de Beatriz y Dante, Francisco y Laura, hasta llegar a la locura de pensar que era más como Dulcinea.
Eran noches larguísimas de pelea conmigo mismo. Debo confesar que siempre he tenido miedo, pero ésta vez el miedo iba más allá de lo que hubiera pasado antes. Caminar todos los días sobre el concreto rodeado de plantas y árboles que a veces veía hacía arriba, para llegar a mi lugar de trabajo y llevar un día casi mecánico, siempre con la precaución de no encontrarla como encontraba a las mariposas blancas o a los edificios grises en los que viví tanto tiempo. Noches larguísimas de un silencio molesto, porque era el silencio que me dejaba escuchar cada movimiento y los latidos de mi corazón, un silencio en el que no se podía callar al hombre dentro de mi cabeza y que me recuerda que existo.
Me decidí a conocerla, pero despareció. Sé que el sentido es otro pero sigue siendo un laberinto del que no he podido escapar a pesar de los años. Sabes en donde he estado la mayoría del tiempo y estaba en aquel tiempo. Un día, sin ninguna señal ni predicción, mucho menos un ambiente especial, regresé y sólo quedaban los árboles, las mariposas blancas y los edificios grises.”
El doctor Arellano se levantó, intercambió un apretón de manos silencioso con el anciano y se dispuso a marcharse. Pero se detuvo observando con curiosidad y lástima al anciano que sólo veía hacia un punto perdido en el suelo que alguna vez fue muy blanco. Después de varios segundos dijo: “Siempre me gustaron mucho sus cuentos. ¿Cómo  iba a imaginar que usted terminaría aquí?” El anciano levantó la vista hasta el doctor y sonrió.
El doctor Arellano necesitaba dormir, pues el día siguiente era sábado y quería llegar temprano por su hijo e ir juntos para pasar el día en la playa. Lo había prometido. Sin embargo, esa noche no pudo dormir. Aunque un poco desordenado, era muy coherente la historia del anciano. Al doctor Arellano le preocupaba que su admiración por ese hombre interfiriera con la atención que tenía que brindarle. Ninguno de los conocidos, amigos o familiares del anciano supo jamás de esa mujer. Tras la ventana, en medio de la noche, Samuel Arellano creyó ver una estrella fugaz con el rabillo del ojo y pidió su deseo.
El lunes regresó con una sonrisa inusual a su lugar de trabajo, pues había cumplido con la promesa a su hijo. Pero su semblante cambiaría. Por la tarde, quiso volver con el anciano para escuchar más de la semblanza de aquella mujer tan misteriosa. Pero el anciano ya no estaba.
La enfermera estaba especialmente lacónica frente a la muerte del anciano. Sólo pudo referir que recibió una visita el sábado por la mañana y después de 5 minutos la mujer pidió ayuda a gritos. Todos habían pensado que era otro ataque que lo llevaba a un estado cataléptico, pero nunca más regresó. Samuel Arellano escuchó el relato de la enfermera y esbozó una sonrisa, pues su deseo se había cumplido. Eso molestó mucho a la mujer, la cual frunció  el ceño y se fue argumentando mucho trabajo. Samuel Arellano vio a la mujer alejarse y el portazo tras de sí. Después exclamó para él mismo: “Quizás ella sí existió y no fue sólo un personaje literario”.  

Fragmentos.

5 de marzo de 1995

Hay días que no respeto a la poesía. Me refiero a que hay días que la vida, la muerte y el amor son insoportables. 
Recuerdo aquel día en el que gritaste desde la puerta «ahorita vengo», pero ya no regresaste. Salí por el ruido de las personas, las patrullas y las ambulancias, que parecen ser diferentes las sirenas; estoy casi seguro de que son diferentes. Tú ya no eras tú. Nunca pude imaginar que hubiera tanta sangre en tu cuerpecito, que tu rostro pudiera ser tan pálido o que tus manitas pudieran estar tan frías. Después me di cuenta de que estaba en lo correcto, no podías ser tú el cuerpo inerte sobre el asfalto, aquello no eras tú. El sol brillaba después de una semana de nubes y me daba directo en la cara, el brillo me segaba y había mucha gente gritando y preguntando a mi alrededor. No podía pensar, sólo sentía el brillo del sol sobre mis ojos, el calor en la cara y, más aún, en el asfalto; sin poder comprender cómo podía estar tan fría tu manita.
Ahora mismo escribo «Recuerdo aquel día» como si fuera de un tiempo muy lejano y ciertamente lo es. El tiempo duda: sólo es real el frío de tu cuerpo. Para mi ya es muy lejana esta mañana.
12 de marzo de 1995
Son varios días. Este lugar es muy obscuro y hay un fuerte olor que llega a cada rincón de la casa. De vez en cuando siento el calor sofocante y el olor sigue allí. Sólo hay una débil luz en el rincón más alejado de mi habitación, una luz que se proyecta contra el muro e ilumina el papel. Deseo esforzar la vista hasta quedar ciego, porque el que es ciego al mundo de las sombras conoce la verdad: ¿quién no quiere ser Tiresias o Borges observando el Aleph? Hay un poco de eso, una pequeñísima posibilidad tomando en serio a la poesía:
«II me conduit ainsi, loin du regard de Dieu, 
Haletant et brisé de fatigue, au milieu 
Des plaines de lÊEnnui, profondes et désertes,»

26 de abril de 1995

Hoy, al salir, una mujer lanzó un grito con solo verme. Al parecer la vida del ermitaño no embellece el cuerpo. Pero creo que vale la pena haber permanecido tanto tiempo en la obscuridad, pensando siempre pensando. Salí y pude ver cómo una pequeña iba en los brazos de su madre, con sus pequeños brazos sobre el hombro izquierdo y viendo el paisaje que la joven iba dejando detrás. Cuando me vio se sorprendió, como si hubiera visto un nuevo insecto que nunca antes hubiera encontrado en el jardín, estiró la mano pero estábamos muy lejos uno del otro y, abría y cerraba su manita como una forma de saludo y despedida.
Después creí necesitar comida. No recuerdo lo que ordené pero sí recuerdo que podía ver a la gente que pasaba por la acera. Me sorprendió que una mujer tan mayor fuera caminando a tal velocidad, pero lo comprendí mejor cuando vi que había un hombre tan viejo como ella detrás buscando una disculpa. La muchacha que me atendía salió detrás de mi en un pronosticando que me iba a ir sin pagar. Yo sólo quería ver qué pasaba con los ancianos. Ella dio vuelta y esquivó de una manera irreal al viejo suplicante. Ahora venía hacia mi que la observaba en la acera con una muchacha detrás de mi sin atreverse a decir nada, expectante de lo que pasaría. La anciana me vio y después me miró a los ojos, lo que la hizo detenerse. Pero olvidó lo que sea que haya visto cuando el suplicante la tomó de la mano, en ese instante, como si nada hubiera pasado, ella subió la cabeza viendo hacia el frente, sonrió y se llevó al suplicante a un paso de ancianos. La muchacha y yo los observamos cómo se alejaban y se perdían en una esquina, la mujer siempre con la cabeza alta y viendo hacia el frente dándose ínfulas de gran mujer.
Llegando a casa y recordando mis extraños sucesos sólo me quedó un pensamiento: «eres una perra que me ha enseñado a respetarte». 
El tiempo de ermitaño me hizo ver la realidad. El accidente nunca ocurrió porque tú nunca exististe. Ojalá se los hubiera  podido explicar a los hombres que tiraron la puerta pero ¿cómo explicarles aquel fuerte olor desde Baudelaire?



Consuelo.

«Así son las cosas. Nada más pasan y no ya para este tiempo no hay porqué buscarle culpas. Me gustaría decirte cuántas veces había estado de esa manera antes de conocerte, pero son cuestiones de las que sólo tienes certeza en su tiempo. Es como saber que estás feliz cuando sonríes sin quererlo ante un reencuentro de lo más ridículo. También es como saber que estás triste si te pesa el pecho desde dentro, en medio de la obscuridad y sin ganas de moverte.
Recuerdo cómo te veía un par de veces, de abajo hacia arriba, sin que te dieras cuenta, siempre que llegabas conmigo. Me gustaba pensar que un día ibas a detenerte después de despedirte y me ibas a extender la mano. También recuerdo que nunca te rasurabas del todo bien y te desanimaba cuando hacía saber que tu barba me raspaba, sin pensar que más bien era una invitación.
Así que, me dejé de importar a mí misma para mi mundo. No es buena la transgresión de esos equilibrios.
Recuerdo cómo ensayaba las miradas en el espejo. Después de colocar el maquillaje más natural posible, para que las demás no me vieran como a una zorra. Practicaba esas miradas que intentan ser como banderillas en la corrida. Sintiendo el miedo y la fascinación.
Nunca te dije que si me tenía tu suéter o tu chamarra abrazaba la prenda como si fueras tú. Nunca te dije que subía a ver la luna e imaginaba que la veías al mismo tiempo. Ya lo sabías: ¡Soy una ridícula! Y nunca sabrás que tienes una canción, no muy desesperada, de hecho.»

Después la chica callaba durante veinte minutos, como contemplando sin pensar. Ya don Pedro (el velador de la propiedad contigua) la había visto pasar otras noches. El viejo había estado buscando pero no había encontrado por donde entraba. era tarde cuando llegaba y no era difícil perder su rastro de violetas y rosas. Además, todas las noches llevaba un vestido blanco ceñido al cuerpo y una chamarra de cuero sobre la que se perdía su negro cabello. Caminaba con precaución, pero no temerosa hasta llegar al lugar. Llegaba hasta una ventana de la antigua mansión y comenzaba a hablar. Todas las noches eran exactamente las mismas palabras.
Don Pedro inclinó la mirada con ternura y tristeza cuando pudo oír lo que la joven decía, y cada noche se entristecía de nuevo. Por eso fingió que no se daba cuenta de que la chica pasaba todas las noches una hora a hablar a una ventana de la gran mansión. Pensaba en el consuelo y que él también hablaba con su mujer todos los días 20 que cruzaba el Panteón Jardín. Pesaba: «Todos necesitamos esa especie de consuelo, ¡Qué sería de mi sin poder hablarle a una tumba!». Por eso mismo nunca le habló a la chica, ni le dijo que aquella mansión llevaba ya muchos años abandonada.

Corto

-Uno no se muere de amor, se muere de desamor. Carlos lo pensó y se dio cuenta de que era completamente cierto, pero no debía ceder.
-¡Claro que no! Eso sólo le pasa al joven Werther y a Marianela.
Carlos abandonó el lugar.
Ella llevaba semanas sin dormir. No le importaba mucho eso. Ella no lo sabía, pero habían muy pocas cosas que le importaran y por eso era afortunada. Se sentía la humedad fría en el viento de las noches lluviosas de primavera, noches que anunciaban el verano y gotas que se rompían contra la tierra de la misma forma que lo habían hecho en tiempo remotos. Le gustaba imaginar que  estuvo escuchando la misma lluvia detrás de la bruma de los siglos. Porque sabía que era una mentira que habíamos cambiado y que en otro lugar había otra chica con insomnio, muy pocas ganas de levantarse de la cama y muchas ganas de llorar.
Angélica se tenía caminando hacia atrás. Primero era el recuerdo de la tarde . Sentía las hojas crujir bajo sus pies para distraer su caminar, quería regresar y decirle que sentía mucho que todo esto estuviera pasando, pero todos tenemos vidas separadas y eso de ser uno mismo no se podía en la realidad. Antes habían estado hablando sobre el clima, la imposición de las semillas transgénicas y la falta de compromiso como ciudadanos. Todo lo había originado llegar a la falta de compromiso. Antes bromeaban sobre mil cosas que iban y venían casi al mismo tiempo; referencias que eran graciosas porque sólo ellos las sabían, y  que alegraban por la exposición de una intimidad común de aquella forma ilógica.
Angélica había ocupado toda la mañana en verse guapa. Había observado tanto tiempo el espejo que llegó un momento en que no era ella el reflejo. Cuando tenía que marcharse para no llegar demasiado tarde aún estaba insatisfecha con su aspecto. Ella no sabía que él se enamoraría tan sólo con verla llegar. No podía darse cuenta porque estaba pensando que la noche anterior había llovido y no había podido dormir por los nervios de estar con él.
La noche anterior había estado escribiendo hasta muy tarde. Escribía sobre una princesa de tiempos y lugares remotos. La princesa soñaba con poder levantarse de su cama y caminar de la mano con su amado, pero no podía. Por eso es que la princesa pintaba. Plasmaba su alma coloreándola de rosa mexicano y diversas tonalidades de azules.
De esta manera fue que retrocedía cuarenta noches en aquella lluvia de primavera. Le impresionaron sus recuerdos, porque la llevaban de la mano después de levantarla de la cama. Sus recuerdo la llevaban hasta el agua de la fontana y una moneda que ella hubiera pintado de rosa mexicano mientras surcaba el aire. Ese fue el último recuerdo de Angélica, antes de que todas las luces se apagaran.

***
Al final del cortometraje la chica lloraba. Yo la miraba de reojo desde que había llegado y de vez en cuando en medio de la obscuridad.Lo tomé como una buena experiencia de catarsis y no la observé más hasta que terminaran todos los cortometrajes de la función. Al finalizar hubo una especie de brindis y yo estaba recibiendo felicitaciones, bebidas y apretones de manos de personas que no habían sentido más que tedio. La vi cuando se acercó a el actor que interpretaba a Carlos y él me señaló. 
-¿Por qué iba la historia hacia atrás?Quiero decir, buena idea la de recordar todo el tiempo que había estado enamorada.
Sonreí ante su comentario ante mi incapacidad para hablar frente a estos casos de interés genuino. Después exclamé de la nada:
-Era Anita Ekberg esperando a un Marcello que llegaría 40 días después.-Seguía con la sonrisa estúpida en mi rostro y comprendí que tenía que dejar de fingir frente a ella.-La vi llorando.
-Si. Es que… Ella no podía. Pero nosotros estábamos afuera y nos dimos cuenta de los hermoso que era todo eso. Quizás si lo recuerda una segunda, pero mucho tiempo en el futuro, se dará cuenta de lo hermoso que es.

Cuento onírico.

Él sólo despertaba para desear dormir de nuevo. «Contrariamente a lo que todos piensan, dormir es vivir más que morir. La muerte no es un sueño», decía debajo de la regadera.
Carlos sabía que las cosas no iban bien. Y no es que tuviera señales claras de lo que le  estaba pasando, el problema estaba en que todo lo que tenía era nada. Carlos se dio cuenta de ello uno de esos días lluviosos de primavera,después de la tormenta,  en el que había un pequeño pájaro muerto en la acera. Pero los autos seguían como un río incesante, las personas caminaban sintiendo el  frío después de la lluvia, una chica púber reía a carcajadas y una mujer hermosa parecía seguir a un indigente. Carlos se dio cuenta de que bien podía ser como aquel pequeño y quedar sobre la acera, sin vida, y el mundo iba a seguir sobre el tiempo.
Por eso es que soñaba, porque el sueño es una vida sin tiempo.
Todos los sueños estaba con ella. Al principio sólo era una silueta que se movía en el espacio, como si fuera el inicio de los tiempos bíblico. Pero, tras las noches, las manos poseían las marcas de una vida, aparecía el brillo en la mirada, el cuerpo de ella cobraba peso. De alguna manera, él sabía que no era el creador de ella, que antes existía en él y era un esfuerzo de reminiscencia.
Los días eran muy parecidos entre sí. Sus padres se extrañaban de la actitud de su hijo, el cual cenaba lo más rápido posible para ir a dormir, los fines de semana estaba en cama hasta medio día y cada vez sonreía menos con las personas como lo hiciera antaño.
A veces estaban en la calle sobre la que corría en su otra vida para llegar a tiempo a clase, otras en el pozo de un pueblo lejano en el que un día pidió un deseo y otras sobre el puente en el que escribió el nombre de ella; y después supo que un amigo había intentado suicidarse sobre el mismo. Fue después de ese sueño que por fin tuvo un nombre ella, pero sólo lo podía pronunciar en sueños. A veces ella estaba esperándolo bajo un ciprés, con miles de hojas secas bajo sus cuerpos,  y lo besaba muy fuerte en los labios; otras veces parecía que bailaban flotando en su atmósfera muy despacio, una danza en la que eran el viento y la tierra, y cada uno de ellos mismos.
La última vez que pude oír un sueño de Carlos lo encontré especialmente feliz. Me relató minuciosamente cómo había llegado ella y le había propuesto estar juntos por siempre. Caminaron sobre dunas desérticas hasta que llegaron al lugar más apropiado del universo para ver las estrellas. Despertando dentro del sueño, jugaron con las florecillas que los rodeaba y cantaron las canciones que les había enseñado la noche.
El psicólogo diagnosticó un tipo de depresión e hizo varias recomendaciones a sus padres. Carlos le hablaba de Jean Cocteau, y sobre comida. El psicólogo aparentaba avanzar en el diagnóstico,sólo llegando a la conclusión de que no acompletaría para pagar la hipoteca.
Hubo un día en el que Carlos ya no despertó, me parece que fue jueves. Los médicos saben y van divulgando que está dormido, profundamente dormido.
Carlos aún está en su casa. Varias veces al día habla, hace gestos y se mueve sobre su cama. Su madre dejó de trabajar y cuida de él todo el tiempo. Poco tiempo después de que cayó en la enfermedad el sueño llegó una chica que pidió verlo. Susurraba y sollozaba al mismo tiempo y, no sé muy bien porqué, a mí me pareció que ella era la chica de sus sueños.

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