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| «Bienes Congelados», Diego Rivera. |
Obscuridad
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| Prometeo de José de Ribera. |
María.
Pero hay momentos en la vida que más nos valdría no vivirlos sin saber de anticipado que van a pasar. Y es que más valdría porque no estamos preparados para capturarlos con todos nuestros sentidos y al final decir: «aquello fue verdaderamente mío».
No la quiero aburrir señorita, el hecho es que esas lágrimas son necesarias, pero al final se dará cuenta de que no vale la pena más.
-Muchas gracias señora. María sonríe directo a la mirada de la anciana.
-Yo también lloré por amor. Me refiero a el amor que se tiene a otros y el amor que nos tenemos a nosotras mismas. «Como me ves te verás», me decía mi abuela cuando caminaba demasiado rápido para que fuera a mi paso o cuando ella encontraba en lo profundo de mis actitudes algún desprecio por su vejez. No puedo decir que ahora la entiendo pero me gustaría decir ¡qué bonitas eran las palabras antes!
María comenzó a extrañarse de aquella mujer. Parecía cualquier pensionada a la que se le iban las horas en cuidar a sus mascotas y hacer «las cosas que siempre quiso hacer». Pero todo cambiaba cuando abría la boca y hablaba. Los ademanes de aquella mujer casi centenaria se volvían exagerados y sus ojos buscaban constantemente la mirada de la chica. Al principio tuvo una sensación de ternura cuando la mujer se acercó a consolarla, pero ya no. Se levantó de la banqueta e intentó despedirse sin poder hacerlo porque la anciana seguía hablando cada vez más rápido y cada vez más fuerte. A María le extrañaba que nadie a su alrededor se percatara de aquella mujer al borde de un colapso nervioso, y sólo pareció importarle a la mujer de la fondita de junto, a los corredores del parque que estaba enfrente, al policía de tránsito que comía una torta de tamal en la esquina, a un taxista que dormitaba dentro de su vehículo y a la anciana misma, cuando María gritó lo más fuerte que pudo: ¡Ya!
Los rostros voltearon como movidos por un mecanismo que les brindaba un movimiento exactamente sincronizado.
Lo siguiente fue un silencio desértico, las manos temblorosas y la cara colorada de María. Vio a la vieja que permanecía en silencio pero como si no la conociera ni pudiera generar expresión alguna. María sentía que pasaban siglos en aquel instante y buscaba cualquier razón con la cual excusarse. De repente llegó a su cerebro y se trasladó a su lengua como un relámpago.
-Señora, ¿por qué comenzó con aquello de «Cuando desperté el ángel ya no estaba allí»?
La señora comenzó, muy despacio, a hablar de nuevo con la fatalidad de la locomotora que tiene que cobrar cada vez mayor velocidad.
-Niña, quiero que primero tú me contestes algo, ¿por qué estabas llorando?
El rostro de María enrojeció de nuevo y sólo se pudo escuchar de ella su respiración. Con todo el alboroto había olvidado lo que la tenía triste, pero tras la pregunta lo recordó de nuevo y no quiso hablar más. Bajó su cabeza y comenzó a alejarse poco a poco con el cuerpo flojo; porque no iba a decir que no tenía dinero para comprarle un regalo a su padre.
-Se trata de mi nieto, ¡él se llamaba Ángel!
Alcanzó a gritar la anciana cuando María doblaba la esquina y el policía olvidaba su desayuno por ver los jeans muy ajustados de la chica.
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| «Hermanas» De Eduardo Kingman. |
Madrugada
Higuera.
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| Bouguereau. La difícil lección. |
Semblanza.
Fragmentos.
Consuelo.
Recuerdo cómo te veía un par de veces, de abajo hacia arriba, sin que te dieras cuenta, siempre que llegabas conmigo. Me gustaba pensar que un día ibas a detenerte después de despedirte y me ibas a extender la mano. También recuerdo que nunca te rasurabas del todo bien y te desanimaba cuando hacía saber que tu barba me raspaba, sin pensar que más bien era una invitación.
Así que, me dejé de importar a mí misma para mi mundo. No es buena la transgresión de esos equilibrios.
Recuerdo cómo ensayaba las miradas en el espejo. Después de colocar el maquillaje más natural posible, para que las demás no me vieran como a una zorra. Practicaba esas miradas que intentan ser como banderillas en la corrida. Sintiendo el miedo y la fascinación.
Nunca te dije que si me tenía tu suéter o tu chamarra abrazaba la prenda como si fueras tú. Nunca te dije que subía a ver la luna e imaginaba que la veías al mismo tiempo. Ya lo sabías: ¡Soy una ridícula! Y nunca sabrás que tienes una canción, no muy desesperada, de hecho.»
Después la chica callaba durante veinte minutos, como contemplando sin pensar. Ya don Pedro (el velador de la propiedad contigua) la había visto pasar otras noches. El viejo había estado buscando pero no había encontrado por donde entraba. era tarde cuando llegaba y no era difícil perder su rastro de violetas y rosas. Además, todas las noches llevaba un vestido blanco ceñido al cuerpo y una chamarra de cuero sobre la que se perdía su negro cabello. Caminaba con precaución, pero no temerosa hasta llegar al lugar. Llegaba hasta una ventana de la antigua mansión y comenzaba a hablar. Todas las noches eran exactamente las mismas palabras.
Don Pedro inclinó la mirada con ternura y tristeza cuando pudo oír lo que la joven decía, y cada noche se entristecía de nuevo. Por eso fingió que no se daba cuenta de que la chica pasaba todas las noches una hora a hablar a una ventana de la gran mansión. Pensaba en el consuelo y que él también hablaba con su mujer todos los días 20 que cruzaba el Panteón Jardín. Pesaba: «Todos necesitamos esa especie de consuelo, ¡Qué sería de mi sin poder hablarle a una tumba!». Por eso mismo nunca le habló a la chica, ni le dijo que aquella mansión llevaba ya muchos años abandonada.
Corto
-¡Claro que no! Eso sólo le pasa al joven Werther y a Marianela.
Carlos abandonó el lugar.
Ella llevaba semanas sin dormir. No le importaba mucho eso. Ella no lo sabía, pero habían muy pocas cosas que le importaran y por eso era afortunada. Se sentía la humedad fría en el viento de las noches lluviosas de primavera, noches que anunciaban el verano y gotas que se rompían contra la tierra de la misma forma que lo habían hecho en tiempo remotos. Le gustaba imaginar que estuvo escuchando la misma lluvia detrás de la bruma de los siglos. Porque sabía que era una mentira que habíamos cambiado y que en otro lugar había otra chica con insomnio, muy pocas ganas de levantarse de la cama y muchas ganas de llorar.
Angélica se tenía caminando hacia atrás. Primero era el recuerdo de la tarde . Sentía las hojas crujir bajo sus pies para distraer su caminar, quería regresar y decirle que sentía mucho que todo esto estuviera pasando, pero todos tenemos vidas separadas y eso de ser uno mismo no se podía en la realidad. Antes habían estado hablando sobre el clima, la imposición de las semillas transgénicas y la falta de compromiso como ciudadanos. Todo lo había originado llegar a la falta de compromiso. Antes bromeaban sobre mil cosas que iban y venían casi al mismo tiempo; referencias que eran graciosas porque sólo ellos las sabían, y que alegraban por la exposición de una intimidad común de aquella forma ilógica.
Angélica había ocupado toda la mañana en verse guapa. Había observado tanto tiempo el espejo que llegó un momento en que no era ella el reflejo. Cuando tenía que marcharse para no llegar demasiado tarde aún estaba insatisfecha con su aspecto. Ella no sabía que él se enamoraría tan sólo con verla llegar. No podía darse cuenta porque estaba pensando que la noche anterior había llovido y no había podido dormir por los nervios de estar con él.
La noche anterior había estado escribiendo hasta muy tarde. Escribía sobre una princesa de tiempos y lugares remotos. La princesa soñaba con poder levantarse de su cama y caminar de la mano con su amado, pero no podía. Por eso es que la princesa pintaba. Plasmaba su alma coloreándola de rosa mexicano y diversas tonalidades de azules.
De esta manera fue que retrocedía cuarenta noches en aquella lluvia de primavera. Le impresionaron sus recuerdos, porque la llevaban de la mano después de levantarla de la cama. Sus recuerdo la llevaban hasta el agua de la fontana y una moneda que ella hubiera pintado de rosa mexicano mientras surcaba el aire. Ese fue el último recuerdo de Angélica, antes de que todas las luces se apagaran.
Cuento onírico.
Carlos sabía que las cosas no iban bien. Y no es que tuviera señales claras de lo que le estaba pasando, el problema estaba en que todo lo que tenía era nada. Carlos se dio cuenta de ello uno de esos días lluviosos de primavera,después de la tormenta, en el que había un pequeño pájaro muerto en la acera. Pero los autos seguían como un río incesante, las personas caminaban sintiendo el frío después de la lluvia, una chica púber reía a carcajadas y una mujer hermosa parecía seguir a un indigente. Carlos se dio cuenta de que bien podía ser como aquel pequeño y quedar sobre la acera, sin vida, y el mundo iba a seguir sobre el tiempo.
Por eso es que soñaba, porque el sueño es una vida sin tiempo.
Todos los sueños estaba con ella. Al principio sólo era una silueta que se movía en el espacio, como si fuera el inicio de los tiempos bíblico. Pero, tras las noches, las manos poseían las marcas de una vida, aparecía el brillo en la mirada, el cuerpo de ella cobraba peso. De alguna manera, él sabía que no era el creador de ella, que antes existía en él y era un esfuerzo de reminiscencia.
Los días eran muy parecidos entre sí. Sus padres se extrañaban de la actitud de su hijo, el cual cenaba lo más rápido posible para ir a dormir, los fines de semana estaba en cama hasta medio día y cada vez sonreía menos con las personas como lo hiciera antaño.
A veces estaban en la calle sobre la que corría en su otra vida para llegar a tiempo a clase, otras en el pozo de un pueblo lejano en el que un día pidió un deseo y otras sobre el puente en el que escribió el nombre de ella; y después supo que un amigo había intentado suicidarse sobre el mismo. Fue después de ese sueño que por fin tuvo un nombre ella, pero sólo lo podía pronunciar en sueños. A veces ella estaba esperándolo bajo un ciprés, con miles de hojas secas bajo sus cuerpos, y lo besaba muy fuerte en los labios; otras veces parecía que bailaban flotando en su atmósfera muy despacio, una danza en la que eran el viento y la tierra, y cada uno de ellos mismos.
La última vez que pude oír un sueño de Carlos lo encontré especialmente feliz. Me relató minuciosamente cómo había llegado ella y le había propuesto estar juntos por siempre. Caminaron sobre dunas desérticas hasta que llegaron al lugar más apropiado del universo para ver las estrellas. Despertando dentro del sueño, jugaron con las florecillas que los rodeaba y cantaron las canciones que les había enseñado la noche.
El psicólogo diagnosticó un tipo de depresión e hizo varias recomendaciones a sus padres. Carlos le hablaba de Jean Cocteau, y sobre comida. El psicólogo aparentaba avanzar en el diagnóstico,sólo llegando a la conclusión de que no acompletaría para pagar la hipoteca.
Hubo un día en el que Carlos ya no despertó, me parece que fue jueves. Los médicos saben y van divulgando que está dormido, profundamente dormido.
Carlos aún está en su casa. Varias veces al día habla, hace gestos y se mueve sobre su cama. Su madre dejó de trabajar y cuida de él todo el tiempo. Poco tiempo después de que cayó en la enfermedad el sueño llegó una chica que pidió verlo. Susurraba y sollozaba al mismo tiempo y, no sé muy bien porqué, a mí me pareció que ella era la chica de sus sueños.









